Guillermo E Barrantes: Esos trenes – desde Ushuaia

Hola!!! Yo nací, viví y crecí en el barrio de Colegiales, en la calle Céspedes entre Delgado y la Av. Alvarez Thomas, y guardo de aquella zona los mas lindos recuerdos de mi vida. Van adjuntos un par de relatos de un par de recuerdos…..
Saludos.

ESOS TRENES

A través de la ventana de mi cuarto de soltero – aquella que me condenó al enfrentamiento en desventaja con el oeste recalcitrante del verano porteño, pero a la vez me regaló un pedazo rectangular de cielo plagado de estrellas fugaces – ingresaban el tren del Mitre que se detenía en Colegiales y el avión de las seis rumbo a Mendoza, más todas las voces de mis más desinhibidas vecinas, o el repentino cambio de luces del semáforo de la avenida traducidas en frenadas o aceleradas según fuese el color que siguiera al amarillo.

Debió haber sido casi siempre así, me lo imagino, solo que le presté verdadera atención en una época en que mis sentidos parecían haber alcanzado el pico de su sensibilidad y yo disfrutaba la vida en solitario acostándome de espaldas y en silencio hasta descifrar los mensajes semiocultos del descascarado cielorraso, sin dejar que la música se hiciera cargo de la situación – como otras veces – para disfrutar yo solo todo lo que aquel entorno me ofrecía.

Esos estímulos no siempre resultaban cumplidores, los mensajes externos quedaban a merced de la dirección del viento, los del techo a lo que tardara en llegar la oscuridad.

A veces, por rebote en algún contrafrente me llegaban las voces de los porteros con su coro de escobas mojadas lavando veredas que ya estaban limpias, el monótono traqueteo del carrito de un florista gordo que llevaba tras de si un canasto con rulemanes, o la inconclusa melodía del flautín del afilador anunciando su presencia por la cuadra. Me llevó bastante tiempo desentrañar aquel ronquido sostenido y grave que vomitaban las turbinas en prueba para terminar aceptando que aquello ocurría en el Aeroparque, y que después de todo – en línea recta – estaba a menor distancia que Pacífico.

Una vez descifrados los sonidos que ingresaban ni me molestaba en retenerlos, por el contrario ayudaba a que siguieran casi todos de largo; entonces enfilaban por el pasillo frente al baño y atravesaban el cuarto de mi hermana para perderse desde el balcón nuevamente hacia la calle; salvo los de los trenes. Esos me resultaron siempre mucho más amigables y eran los únicos en que me atrevía a subir así tal como me encontrara entre las sábanas, para emprender un viaje aunque fuese solo imaginario.

En especiales amaneceres tranquilos llegó a colarse el tin tin de una campana de aviso de la playa de maniobras cuya existencia descubriría mucho después entre Belgrano y Colegiales, y aguzando entonces el oído hasta creía adivinar el preciso instante en que se levantaban las barreras por la súbita elevación del rumor de motores al alejarse el convoy.

Siento que aquellos fueron los verdaderos trenes, ruidosos, plenos de crujidos y goznes chirriantes, con asientos de madera y ventanas levadizas con tiradores de cuero; bronces y cromados que el uso parecía darles lustre en lugar de opacarlos, carteles indicadores estampados uno a uno a mano, y esos colores otrora insípidos pero que con el paso del tiempo adquirieron una particularidad única e irremplazable. Nadie vende pintura color «marrón tren» aunque difícilmente alguno que supere los cuarenta pueda haberlo ya borrado de su retina…

Fue en trenes como los que se acercaban a mi cama en los que viajé por primera vez a Bariloche en un trayecto que incluía dos noches en camarote transportándome no solo a la Patagonia sino a tiempos más antiguos cuando mi viejo condimentó nuestra imaginación infantil con algún relato del Oriente Express; fue en sus vagones de segunda donde nos transportamos para los mejores campamentos que hoy recuerde; pegué por horas mi cara a sus cristales y grabé a través de ellos muchos de los más lindos paisajes de Argentina; me enamoré perdidamente tres veces de otras tantas pasajeras sin volverlas a ver ni saber de ellas después del largo viaje; llegué a transbordar de uno a otro riel cuando al final de una vía en Ingeniero Jacobacci nos esperaba el «Trochita» que nos llevaría a El Maitén junto a mi amigo Martín, rocé un pedazo de cielo faltándome el aire en los pulmones cuando abordé el Tren de las Nubes en la punta norte del país; descendí curioso en la estación de apariencia solitaria cercana al mar que solía desempolvar Miramar únicamente para los meses de verano; y por un par de años hasta soñé a diario que me iba lejos, cuando opté por ir al centro llegando hasta la Estación Retiro…

Donde hoy vivo ya no hay trenes, aunque también los hubo por un tiempo y para acotados pasajeros con ciertos privilegios y funciones, y los vuelve a haber ahora pero a modo de copia, como un revival de un pasado que ya no es el mío. Donde ayer viví los sigue habiendo aunque se que son otros sus sonidos, sus colores, sus destinos…

Pasado el tiempo me pregunto: donde habrán ido a parar aquellos cristales biselados o parcialmente esmerilados?, qué habrá sido de tantas tulipas de cristal grabado que adornaban las luces interiores acoplándose al aire señorial del Buenos Aires de entonces? en qué sitio dormirán los nobles robles de los asientos de una segunda que hoy luciría de primera?, donde habrán volado los aromas mezclados de perfumes con comidas y desinfectante que se combinaban con precisión meticulosa?; y quien me podrá hacer recuperar los gozosos miedos infantiles adivinando el poderío de esa máquina oscura y reluciente que llenaba de nubes los andenes o que el corazón me lata entusiasmado atreviéndome a cruzar de un vagón al otro pisando aquellas pequeñas plataformas de acero movedizas sin poder evitar ver como mi propio pasado volaba – como el balasto – en el sentido contrario al de mis pasos?… 

Guillermo Ernesto Barrantes – Valle de Andorra Ushuaia –
Provincia de Tierra del Fuego Antártida e Islas del Atlántico Sur

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