Contrapuestos como estamos, los dos hemisferios del mundo festejamos en junio un hecho similar, aún cuando le asignamos distintas explicaciones, porque el fenómeno es parecido y a la vez diferente según donde se encuentre el observador.
Desde muy antiguo en el hemisferio norte dan la bienvenida al solsticio de verano. Al día más largo del año le corresponde la noche más corta y tal vez por eso para algunos, la más mágica.
Del Ecuador para «arriba» entre el 21 y el 23 de junio es cuando más tiempo el sol permanece sobre el horizonte.
Corresponde a la víspera de San Juan, que es también conocida como la Fiesta de los Fuegos. De allí en más, el sol se elevará cada día a menor altura en el horizonte, como si perdiera fuerzas, los días se acortan y crecen en compensación sus respectivas noches.
En nuestro hemisferio, ocurre exactamente a la inversa. Es que en esa fecha a partir de la noche más larga o día más corto, el sol habrá de recomenzar su camino de ascenso haciéndose más poderoso y duradero cada día hasta que nosotros lleguemos a nuestra noche más corta, en diciembre, aproximadamente para la fecha en que conmemoramos el nacimiento de Jesús, es decir Navidad.
Desde el neolítico se han llevado a cabo observaciones sobre este fenómeno astronómico, dando lugar a muchas tradiciones que hoy perviven, transformadas algunas, adaptadas otras pero que se hilvanan en el rasgo común de nuestra humanidad felizmente todavía primitiva e incrédula.
Estas tradiciones tal vez dieron lugar a determinadas ceremonias basadas en el fuego, para conferir fuerzas al sol que parecía estar perdiéndolas o quizá para saludar su renacimiento. Ritos, que se han mantenido con sorprendente persistencia.
No es casual que se utilice la Noche de San Juan o la de su víspera para conmemorar ese
momento astronómico y estelar, porque en la tradición cristiana el fenómeno se transmite como un símbolo deltriunfo de la luz sobre las tinieblas. Nosotros, bajo la línea del Ecuador también podemos amoldar la Navidad como la llegada o el triunfo de la Luz, en los momentos en que las noches son realmente muy cortas.
Nuestro Sol en apariencia vencido por las fuerza de la oscuridad, vuelve a aparecer glorioso al siguiente día y expone su magnificencia venciendo a las sombras.
Por eso se dice que la Noche de San Juan es un momento propicio para la iniciación, ya que también simboliza una muerte mística y un renacimiento a una nueva vida.
Hay quienes creen que esa noche se abre la puerta que nos introduce al conocimiento del futuro y a las dimensiones mágicas de la realidad.
«Es la noche en que los entierros arden, el Diablo anda suelto y los campos son bendecidos por el Bautista» según dijera alguno.
Cuando la cristiandad adoptó y modificó esta celebración de origen anterior a Cristo, la puso bajo la advocación de Juan el Bautista como digno sustituto al festival pagano que estaba demasiado arraigado como para abolirse por decreto. La explicación podría argumentarse con más de un motivo: aparece el agua, porque fue Juan quien bautizó a Jesús, su primo; y aparece el fuego porque según el Evangelio de Lucas – el padre de Juan que fue Zacarías – había enmudecido por dudar que su esposa Isabel estuviera encinta. Pero cuando Juan nació (aparentemente seis meses antes que Jesucristo, es decir en junio) la recuperó milagrosamente, como le había predicho el arcángel Gabriel. En agradecimiento Zacarías encendió hogueras para anunciar la gran noticia a parientes y amigos.
Tal vez por eso los solsticios y equinoccios se han concebido desde siempre como «puertas que se abren para dar paso a la comitiva solar en su desplazamiento a lo largo del año». El fuego estaría encargado de iluminar el itinerario nocturno del sol. Pero tal vez por eso mismo es creíble que en tales ocasiones, «queden también abiertas las puertas del más allá, a través de las cuales podrían hacerse presentes, en nuestro mundo, toda clase de extrañas criaturas: demonios, hadas, espíritus y duendes».
El folclore de todo el mundo recoge apariciones de esos seres en esas fechas concretas, para bien o para mal.
Serrat lo canta cuando melodiosamente nos cuenta que «en la Noche de San Juan, todos comparten su pan, su mujer y su galán, gentes de cien mil raleas….pues cae la noche y ya se van nuestras miserias a dormir…»
Es que en la Noche de San Juan todo puede ocurrir…..
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«Carlitos tenía un sótano prácticamente vacío en su casa. Se ingresaba por una puerta trampa disimulada en la pinotea del piso. Y allí abajo bien visible al pie de la escalera, descansaba endurecida la soga que habíamos utilizado el año anterior. La habíamos comprado juntando el dinero entre varios. Once metros. Era todo lo que nos alcanzó con lo
que reunimos, pero resultaba suficiente…
…desde la ferretería de Sanguinetti nos fuimos directamente hasta la calle Delgado, donde crecían los mejores árboles. Carlitos anudó un trozo de baldosa a un extremo y comenzó a probar suerte. Llevaba la soga arrollada en su mano izquierda y el extremo pesado en la otra. Revoleó la piedra aflojándole en cada vuelta un poquito más de soga, formando un circulo zumbante a un costado de su cuerpo; repentinamente y con un leve movimiento de esquive en su cadera, abrió su derecha y dejó que el extremo se elevase buscando ese punto al que él hábilmente había apuntado. Pero la piedra golpeó la base de la rama y con un seco «toc» rebotó cayendo casi a nuestros pies.
«Dejame a mi….dejame a mi….»- se apuró entonces el otro Carlos apropiándose del extremo que Carlitos había revoleado, y notó enseguida que la piedra se había soltado con el golpe. Cachito nos obligó a ser un poco más pacientes, y demostró ser el más prolijo de todos. Destrenzó unos quince centímetros de los hebras del cáñamo y luego las fue atando sobre la piedra, envolviéndola de modo tal que ese extremo quedó como una pequeña red que sujetaba el peso.
Acordamos disponer de tres intentos cada uno. A Carlitos le quedaban dos. Tuvo mejor suerte en su segundo. Seguimos con la mirada el ascenso preciso de este segundo tiro. Ayudó a la soga con un hábil tirón en el instante exacto. Tal como el pescador que presiente como y cuando debe tensar la línea para clavar el anzuelo al sentir el pique. La soga voló bien impulsada y ese extremo giró y se enroscó en la rama a la altura ideal para nuestro propósito: ni muy arriba, en cuyo caso solo hubiésemos podido arrancar la punta ; ni muy cerca del nacimiento lo cual podía significar la imposibilidad de sacarla y tener que recuperarla trepando al árbol o perdiendo algunos metros de soga al cortarla. Sin necesidad de dar orden alguna todos nos acomodamos en fila y comenzamos a tirar acompasadamente.
Una cinchada desigual. Siete chicos que sumábamos menos de ochenta años entre todos contra un árbol de cuarenta y pico. El árbol primero se quejó dejando caer algunos racimos de semillas secas que conservaba, y al cuarto envión percibimos el particular crujido del quiebre. Ronco al principio, agudo al final. La rama cedió y como en cámara lenta se desplomó sobre la vereda con un seco ruido que pareció aumentar los segundos de silencio y expectativa que siguieron.
Percibimos que tras los vidrios esmerilados de la puerta de la cochera alguien estaba intentando abrir.
«Rajemos!»- gritó uno y todos obedecimos, pero sin soltar la soga que aún sosteníamos entre nuestras manos. Un nuevo sonido monótono y acompasado acompañó nuestra escapada. La rama rebotaba sobre las vainillas de las baldosas imitando el ruido de un motor, mientras alcanzábamos la esquina de Céspedes y doblábamos en dirección a la avenida dueños ya del botín de esa mañana.
Atrás se quedaron doña Fermina y otra vecina que había cruzado la calle observando la blanca cicatriz del árbol, con una mano tapándose de costado la boca, gesto que podría traducirse como un mudo mensaje de: «que bárbaros!!.. estos chicos son unos delincuentes!».Seguimos después en otra cuadra lejos de la posible aparición de la vecina de Delgado, y la escena se repetiría casi a diario durante las dos o tres semanas previas a la fecha.
Ese año habíamos podido mejorar nuestro depósito y si bien todavía conservábamos dos o tres árboles clave donde acopiábamos ramas y cajones de madera, teníamos acceso al terrenito baldío contiguo a la panadería, en cuyo fondo íbamos acumulando todo lo que obteníamos.
Esto nos permitió disponer de un sitio escondido, donde nuestra pila no era visible desde la calle, y a la vez nos otorgó cierta tranquilidad el hecho que Gallego, hijo menor del panadero, era «de los nuestros» y podía vigilar desde su propia casa y avisarnos sobre cualquier movimiento extraño.
Hasta que llegó el día.
Cerca de las cinco de la tarde nos fuimos reuniendo en el baldío, hasta conformar un grupo numeroso. Organizamos una cadena en la que algunos se encargaron de arrojar por encima de la cerca hacia la vereda todo lo acumulado. El segundo grupo se encargó de transportar
los montones atados que llevaron a la rastra y el tercero comenzó a darle forma a la fogata. Clariseti ya había vuelto a sacar el adoquín, valiéndose de una barreta del taller de su padre, y el palo mayor, que había sido seleccionado desde la misma tarde en que pudimos arrancar esa rama larguisima y recta, ocupó su sitial rodeado con todas las viejas cubiertas que nos regaló esa misma tarde el sereno de las cocheras de Álvarez Thomas.
En un principio, – según yo recordaba – la fogata se realizaba sobre la misma calle Céspedes, casi a mitad de cuadra del 3400 frente al depósito de la carpintería que luego dejaría paso al primer edificio alto de esa zona, pero con la aparición de algunos autos y las
quejas de los vecinos, se adoptó un punto de la bocacalle de Céspedes y Delgado, algo corrido del centro, más sobre esta última y muy cercano – en mi opinión- a la propia casa de Cachito.
Los vecinos comenzaron a observar y algunos participaron tímidamente al principio, ayudando a arrastrar algo pesado, acercando algún cajón, maderas, o simplemente avisando que en la puerta de su casa había cosas para quemar.
Más tarde ya casi noche, la fogata había adquirido su forma cónica pero seguíamos rellenándola introduciéndole objetos que con menor disimulo algunos adultos nos alcanzaban. Una señora trajo un viejo maniquí, que de inmediato reemplazó al pobre muñeco que estábamos armando con viejas ropas y papeles de diario alrededor de unos palos cruzados.Alguno trajo cohetes y fuegos artificiales que había conservado desde la fiesta de año nuevo.
«Dale….empecemos!!!»… comenzaban a sugerir los más impacientes.
Habíamos acordado encenderla a las nueve y no queríamos fallarnos a nosotros mismos. Sin embargo varios vecinos se habían acercando y hasta algunos, trayendo sus propias sillas se ubicaron ordenadamente contemplando desde las cuatro ochavas nuestro trabajo con los usuales comentarios:
«Es enorme! Este año le van a reventar los revoques a la casa de Calderón.»
«A mi me preocupan los cables de la luz….me parece que están muy cerca…»
«No, más grande que esta es la de Gregoria Pérez…..»
«Pero no, que está diciendo?…..si esta no será tan alta, pero es el doble de grande….».
Repentinamente apareció Clariseti quien en lugar de la barreta, traía ahora aceite quemado de motor del taller paterno, y roció la fogata dando vueltas a su alrededor. Ya era casi imposible contener a los impacientes.
Alguno incluso había encendido su vieja escoba que oficiaba de antorcha. Entonces, como nadie quería quedarse afuera de la ceremonia de inicio todos le seguimos los pasos, aún cuando recién habían pasado unos minutos de las ocho y media.
Repentinamente voló una de las antorchas cayendo casi a los pies del muñeco, que silencioso y con triste aspecto parecía observarnos desde más de cinco metros de altura.
«Apaguen la luz… apaguen la luz!!!!… » vociferaba Daniel, y un certero balinazo de Churrinche reventó la bombita del único farol de esa esquina, mezclándose entonces el sonido de vidrios rotos con el de los aplausos y los vítores.Otras antorchas volaron mientras que algunas entraban y salían del vientre de la hoguera hasta que el chisporroteo y el calor fueron tales que impidieron seguir estando cerca.
«Agarróooo!!!…..ya agarróoooo!!! …..».
Nos quedamos en silencio unos instantes contemplando como toda la esquina se teñía de rojos y naranjas y nuestras sombras bailaban en las paredes al son de las chispas y el crepitar de las maderas. Paulatinamente el circulo de espectadores se fue ampliando porque el calor era notorio y hasta el granito de los cordones parecía calentarse. Sucesivamente vimos como el muñeco se encendió, nos sorprendió con los cohetes que alguno escondió entre sus bolsillos, y cayó marchito, envuelto en una marejada de chispas. Las llamas parecían elevarse más allá que la más alta de las casas, y llegamos a robarle espectadores a los de la cuadra siguiente que aún no habían encendido su propia hoguera. Algún auto que ingresó por Céspedes desde la avenida retrocedió ante el espectáculo, por temor a tener un accidente. Cada tanto algún puntal se desplomaba, y la efímera montaña oscura devenida en llamas adoptó formas diversas, caprichosas, cuyo único y común denominador fue el decrecer de su tamaño. Pero hubieron de pasar horas para poder volver a acercarse. Entonces alguno valiéndose de un palo, separó algunas cuantas brasas, que arrastradas hasta algún lugar de la cuneta, ayudaron a cocer papas y batatas, y hasta hubo quien se asó un poco de carne.
Alejarse ahora significaba volver a recordar que hacía frío y que era pleno invierno. Por lo que fuimos conformando grupos más abigarrados, que curiosamente con muy pocas palabras compartimos esa improvisada cena a la luz de las brasas…
No hubo magia, o al menos no la hubo en el sentido que se espera que obre la misma.
Volví a casa tarde, o tal vez lo evidenciaba el hecho que ya todos dormían o estaban en sus camas. A pesar de quitarme toda la ropa y ponerme un pijama, no pude dejar de percibir conmigo ese intenso olor a humo. Cerré los ojos y en mi cabeza las llamas seguían adoptando formas y movimientos. El silencio del cuarto me devolvía como en un apagado eco los chasquidos de la madera y el bramido del fuego inicial. Sentía calor y ardor en mis mejillas pese al frío que reinaba en el dormitorio, entonces repentinamente percibí una presencia que suavemente me besó la cara y me dio las gracias.
Solo lo entendí muchos años más tarde.
Apenas si pude dormir un par de horas. Cuando me despertaron para ir al colegio, me obligaron a bañarme a pesar del poco tiempo que quedaba. Y desde la puerta de calle miré hacia la esquina para descubrir que todo lo que quedaba de la noche anterior era ahora una informe y humeante masa gris a la que un par de barrenderos empujaban buscando achicar el círculo…
Pero la magia si había estado presente. Solo que no siempre es – ni tiene porque serlo- de carácter instantáneo.
De los que estuvimos aquella noche y jugamos con el fuego saltando las brasas y removiendo para avivar las ultimas llamas, puedo decir que Gallego se volvió increíblemente diestro con su guitarra y a partir de aquel momento nos sorprendió con su maestría, siendo el único que podía acompañarse asimismo y cantar cualquier canción de moda, para deleite de las chicas y envidia nuestra. Hoy con otro nombre se gana la vida con su arte y su destreza. El feo de Clariseti enamoró a la más hermosa de las mujeres de la zona contra todos los pronósticos, y dejamos de verlo por mucho tiempo. Robertito se llenó de plata, y
pasó de ser uno de los más humildes de la barra al más adinerado cuando todavía era muy joven.
Pancho consiguió su anhelado microscopio y se dedicó con muchos méritos y reconocimientos a lo que siempre había soñado ser. Luis cambió de carácter, se hizo cura, según él lo que siempre había deseado aún cuando su padre se lo tenía prohibido. Hubo quienes consiguieron otros amores, otras fortunas o adquirieron diversas virtudes o defectos….cada cual vivió aquel rito a su manera y obtuvo en esa noche – muchos sin saberlo – lo que internamente estaba deseando…
…cada tanto enciendo a solas, controlado, un gran fuego en apariencia inútil y ante su sonido y su calor divago. A pesar de tantos años, me acerco a viejo y todavía indeciso mi deseo sigue sin pedirse, intacto. La presencia vuelve a aparecer, de tanto en tanto, y paciente se me manifiesta de una u otra forma, aun cuando siempre me reitera: «gracias por el fuego, sigo esperando….»
Guillermo E. Barrantes
(Fue aquella no solo mi última sino la final fogata que yo recuerde se organizó en Colegiales, en junio de 1964, y curiosamente debo aclarar, nunca la festejamos en San Juan el día 24, sino en San Pedro y San Pablo el día 28 por ser esa la Parroquia de la zona).