Por tan solo $1,60 en boletos en un par de horas pude recorrer más de 100 cuadras entre la ida y el regreso y además revivir un pasado, observar este presente e imaginar lo que podrá venir…
Es que en un trayecto casi lineal sin demasiadas vueltas viajé desde la casa donde residen hoy mis hijos -pasando por la casa paterna en la que nací y crecí- hasta el centro donde visite viejos amigos de mi anterior empleo y en una vuelta mas directa todavía desandando el mismo camino que solía llevarme a casa cuando vivía en Buenos Aires me bajé en el punto de partida.
Ese viaje en particular – porque el recorrido lo debo haber hecho miles de veces en mi vida – y lo que pude observar desde la ventanilla de un colectivo de la línea 140, me hizo considerar un paralelismo entre lo que las calles me mostraban y lo que esas manifestaciones desnudaban de buena parte de nuestra sociedad y nuestra historia.
A lo primero que presté atención fue a las veredas. Casi ninguna completamente sana. Una suma de faltantes e imperfecciones, muchas emparchadas, con arreglos en los que aparentemente nunca se pudieron conseguir baldosas iguales al original por lo que las mismas mostraban una gama variada de tonos amarillentos, ocres claros, grises; y tratándose de baldosones en muchos casos en reemplazo de algún recambio lucía una hormigonada, cuando no directamente persistía una hundida capa de tierra y escombros. Me pareció increíble que nunca reparemos lo suficiente en esos detalles, fueron tan pocas las veredas que vi luciendo completas y sin reparaciones, que es casi casi como nos suele ocurrir con lo cotidiano y doméstico: nos terminamos adaptando a la rotura, al arreglo improvisado que durará para siempre, en nuestras cosas, en nuestros cuerpos y en nuestro espíritu…
También miré atentamente muchas fachadas. Me sorprendió la cantidad de carteles de venta, que me llevaron a deducir e imaginar en qué momento se habría producido el empobrecimiento o desaparición física de sus originales propietarios que no pudieron mantener esas casas ya viejas pero además deterioradas y que ahora lucen con alguna ventana tapiada, una cadena con candados pretendiendo que nadie ingrese, revoques descascarados, vidrios que perdieron su transparencia y la invitación a imaginar lo que uno quiera sobre lo que podría hallarse en sus interiores. De ahí que resultaran llamativas las pocas ventanas abiertas – es lógico esperar que no lo estén en época invernal- pero esa cerrazón generalizada casi invitaba a pensar que nadie viviría en esos interiores o lo haría en un ambiente privado de luz, casi penumbroso, y no pude dejar que compararlos con los de mi infancia donde las voces y los sonidos de la gente desde sus casas conformaban el fondo auditivo del barrio.
Al respecto sentí que muchos de esos frentes aun cuando se mostraran cerrados dejaban traslucir nuestro pasado perdido y trasparentaban una sensación generalizada de inseguridad y miedos…
Muchos locales comerciales no escapaban a esta tendencia y aparecían cerrados, pero varios de ellos visiblemente clausurados tiempo atrás, deducible por el herrumbre de las cortinas metálicas, el polvo y papeles acumulados en los rincones o directamente las huellas que delataban que una vez allí habían instalado un determinado negocio del cual solo quedaban marcas tales como las ménsulas que supieron sostener un cartel, o algún olvidado aviso tras una vidriera ahora sucia: “nos mudamos a”….
El periplo me llevó a constatar que el tiempo pasó para todos. Hasta ciertas cosas que uno podría considerar inamovibles habían dejado de serlo: la Secretaría que durante años funcionó en el edificio del Banco Hipotecario se había mudado por segunda vez, ahora al Correo Central, que por supuesto ya había dejado de ser exclusivamente correo. Mis amigos me encontraron más viejo y yo a ellos, pero todos fuimos cautos y tuvimos el tacto de no decir nada que pudiera dolernos demasiado.
Después de todo han pasado treinta años.
Y treinta años de la Argentina pueden pesar mucho más que simplemente tres décadas. Atravesamos nada menos que los fogosos y traumáticos setentas, los esperanzados ochentas y la ficción de los noventas, de corrido y sin anestesia…
Afortunadamente el viaje de regreso me regaló un respiro al dejarme ver y pensar otras cosas aún mostrándome el mismo paisaje urbano; tal vez porque puse mi atención en la gente más que la arquitectura.
En una cuadra vi un local recién inaugurado, pequeño, dedicado a la venta de artículos para artesanías. Entonces pensé “qué bueno, hay gente optimista; ojala que la vaya fenomenal”, porque a su vez eso significa que aún en momentos malos hay gente que crea, que hace cosas lindas, que pinta, que talla, que borda, que teje, que está haciendo cosas para más adelante.
Cerca de una facultad vi una vereda que parecía nevada y unos metros más adelante una chica se reía mientras intentaba sacudirse la harina que otros jóvenes le seguían arrojando. Ahí vi también futuro, y del bueno: alguien que también creía y acababa de dar un gran paso en su vida.
Pocas cuadras después, en una plazoleta de esquina donde se habían pintado personajes tamaño natural contra una medianera, se sacaban fotos junto a una pareja de recién casados sus amigos y familiares incorporando para la posteridad también a los personajes estampados de dos dimensiones que irán a acompañar al reciente matrimonio de ahora en más el recuerdo de ese día tan particular.
Y a pesar de todo lo que pueda criticar u observar como malo también debo admitir que en Buenos Aires son muchísimas las mujeres hermosas, hay todavía tipos que silban o cantan por la calle, se ven embarazadas por todos lados, y es tanto lo que queda aún por descubrir!…
También hay demasiado oxido en las marquesinas, deberían lavarse miles de vidrios, repintarse muchas fachadas, arreglarse tantas veredas, y tanto más, pero así es precisamente como somos.
A pesar de haberme ido, en muchos sentidos algunas raíces se mantienen vivas y de tanto en tanto me mandan fluidos cargados de nostalgia.
Guillermo E. Barrantes [email protected]
Recuerdos de Buenos Aires, Ushuahia 08/2006