Guillermo Barrantes – Copia Fiel I

Guillermo Barrantes - Mónica - Copia Fiel I
Guillermo Barrantes – Mónica – Copia Fiel I

El balcón de la casa de su abuela quedaba casi a la misma altura que la terraza más alta de la casa de mis padres. Un buen día la descubrí de casualidad. Pero la distancia más corta entre ese balcón y mi casa era un punto preciso frente a la puerta del cuartito de la terraza, que aunque me dejaba unos metros debajo de aquel tercer piso nos permitía vernos mucho más de cerca.

Supe como se llamaba porque le pregunté a Daniel Melloni, – que a la sazón vivía en aquel mismo edificio solo que dos pisos más arriba –  “¿Quien es esa chica que vive en el tercero?”.

“No, no vive aquí, es la nieta de la señora del tercero y se llama Mónica”.

“Mónica?…. Mónica!, qué lindo nombre!”. Nunca antes había conocido otra Mónica y como creía que cada nombre sonaba a una sensación diferente, este me provocaba una nueva y desconocida picazón interior que en aquel tiempo todavía no sabía traducir.

Esta tenía un rostro muy simétrico, con unos dientes muy blancos cuyos paletones sobresalían por sobre los demás por su longitud, lo cual le otorgaba cuando reía un cierto aire pícaro y a la vez amigable, como un dibujo de Disney. Su piel era blanca casi por exceso y su pelo oscuro y con ondas.

Yo, que hasta ese momento solo había prestado escasa cuando no nula atención a las mujeres me sentí repentina y profundamente atraído hacia ella, aún cuando en mi misma cuadra, los nacidos y particularmente las nacidas en el 49 resultaban mayoría: Mirta, Cristina, Norita, Elizabeth, Nieves, todas ellas contaban en ese entonces con diez años de edad. Igual que Mónica, lo mismo que yo.

Pero a mí me gustó Mónica. De entrada.

Sus abuelos eran un matrimonio ya mayor que se había mudado al barrio pocos meses antes. Ella había venido a visitarlos y se quedaría durante el verano acompañándolos, ya que vivían en Luján.

Entablar una conversación me llevó algunos días. Durante estos, la saludaba desde el rellano de la escalera caracol, haciendo como que iba por alguna razón a la terraza, y casi al pasar, como al descuido levantaba la vista y allí estaba ella mirando hacia la calle con sus brazos cruzados apoyados sobre la baranda del balcón. Por la tarde la veía en la puerta del edificio o caminando ida y vuelta hasta la esquina con otras dos chicas que también estaban de visita, casualmente en el mismo edificio que ella. En esas ocasiones salía con mi bicicleta y trataba por distintos medios de atraer su atención, pasando muy cerca de ellas, o frenando repentinamente intentando hacer el mayor chirrido posible.

Finalmente hablamos.

Claro que nuestros respectivos argumentos de conversación eran bastante escasos. Yo desconocía si a ella le podía realmente interesar como hacía para que la rueda de mi bicicleta produjera un sonido parecido al de una moto, metiendo un cartoncito enganchado con dos broches de ropa, de modo tal que los rayos de la rueda lo golpearan en su camino. Ella tampoco parecía muy segura cuando me contó que habían estado preparando un bizcochuelo con sus amigas y su abuela, y hasta se puso colorada. Pero aún con nuestros incómodos silencios nos las pudimos arreglar para aumentar el tiempo de permanencia juntos sentados en el umbral de la puerta de una casa contigua al edificio donde ella me mostró las mismas figuritas abrillantadas que un par de años atrás había dejado de usar mi hermana, o yo le deje ver la cicatriz que me había quedado en la cabeza cuando me la habían roto de un piedrazo a la edad de cinco años.

Las tardes de aquel verano me parecían hermosas e interminables. Repentinamente dejaban de interesarme muchas cosas que sorprendidas me esperaron en vano en el piso del ropero, como la caja de soldaditos o el rifle de aire comprimido que seguramente de haber podido hacerlo me habrían llamado ingrato. Incluso la piletita del jardín pasó a segundo plano y todo lo que llenaba mis pensamientos era espiar cada tanto hacia el cercano balcón donde en muchas ocasiones solo descubría las blancas persianas bajas y una soledad solo compartida por un par de tristes macetas.

Aquel verano no salimos de vacaciones. Como tantos otros veranos en los que por alguno u otro motivo parecía un imposible que junto a toda mi familia pudiésemos viajar en simultáneo a algún sitio por un par de semanas. Pero no lo lamenté en aquella ocasión.

La vacación de  Mónica fue visitar a su abuela, y en esa sumatoria de coincidencias nos pudimos conocer y compartir esas tardes imborrables. Nuestro mundo se circunscribió a las dos manzanas en las que se ubicaban nuestras casas, contando de yapa con la suerte de tener todavía un cine a la vuelta, o excepcionalmente llegar por la avenida hasta la esquina de Lacroze, en cuyas veredas caminamos juntos, incluso en un par de ocasiones tímidamente tomados de la mano.

La vida parecía transcurrir con otro ritmo. La gente solía caminar más despacio, con más tiempo para el saludo y la charla,  casi todos nos conocíamos por nombre o al menos de vista y de los jardines de muchas casas se traspasaba hacia las veredas verdor, flores y dulces aromas del jazmín.

Una mañana de marzo, tomé a escondidas la maquina de fotos de mi madre y le propuse a Mónica sacarle una. Ella pensó – y así lo dijo- que yo solo estaba mandándome la parte y que seguramente no habría ni siquiera rollo en la cámara.

Pero lo había; era la última que quedaba. Final del rollo… y del verano.

Mónica ni pudo despedirse porque una tarde la vinieron a buscar sus padres, y en cuestión de minutos armó su bolso y dejó el departamento. En mi imaginación su abuela debió quizá intuir algo y no aprobarlo, porque cada vez que la veía la saludaba sintiendo que ella me observaba con cierta severidad.

Me costó de todos modos convencerme, y durante algún tiempo fue imposible subir a la terraza sin quedarme un rato mirando aquel balcón de cuyas macetas ahora solo permanecía una. El abuelo de Mónica falleció poco antes del siguiente verano, y la abuela desapareció por bastante tiempo, para finalmente vender la propiedad, por lo cual le perdí el rastro y la esperanza que se repitiera una visita veraniega.

Recordaba haber ido a Luján siendo muy chico en compañía de mis padres, una tarde en que paseamos e hicieron bendecir el auto; y me parecía que era un sitio muy lejano. Tal vez por eso me tomó algunos años decidirme a ir por mi cuenta, y  solo.

En Pacífico abordé un ómnibus de la Lujanera y descendí en una tarde desapacible y silenciosa de invierno. La dirección existía, pero se trataba de un comercio a tan solo cien metros de la basílica; una santería desde cuya vidriera reconocí en el  interior a la mamá de Mónica.

Pero ella no estaba ni tampoco me llamó por teléfono en respuesta a una corta notita que le escribí a las apuradas sobre uno de los mostradores mientras era perforado por la filosa mirada de su madre.

De ese modo hube de dar resignada y obligadamente por concluida mi relación con Mónica – la verdadera – porque aún conservo a la otra, la de la imagen en blanco y negro que todavía me acompaña.

Guillermo E. Barrantes [email protected]
Recuerdos de Buenos Aires, 2002