Autor: Daniel Flichtentrei Fuente: IntraMed
Imagen: medium.com
“Los dioses habían condenado a Sísifo a transportar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Pensaron, con algún fundamento, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza”. -Albert Camus-.
Si el planeta tuviese la gentileza de inclinarse unos treinta grados a estribor yo volvería a ver las cosas en su lugar. La lumbalgia te cambia la perspectiva del mundo. Te rescata de la dictadura de lo vertical. El dolor te humaniza. Todo se vuelve estúpido, insignificante. Comprendés, a fuerza de latigazos en el lomo, que tenés un cuerpo. Que no gobernás su caprichosa fisiología. Que estás a su merced. Te come la voluntad. Te tirás en la cama evitando el más mínimo desplazamiento. El aleteo de las alas de una mariposa desencadena una tempestad de rayos que te atraviesan la espalda. Advertís la contundencia de lo sutil, la furia desatada por lo minúsculo. El movimiento es tu enemigo. Sos un primate pagando la deuda milenaria de la bipedestación. Deseás que el homínido nunca se hubiera puesto de pie. Aunque eso te privara de la idea de horizonte y del sexo frontal, de los besos mirándose a los ojos. Quisieras caminar en cuatro patas.
El esfuerzo por disimular tu inclinación de Torre de Pisa es agotador. Apoyás una mano sobre el muslo y empujás hacia arriba. Pero tu cuerpo se resiste. Se rinde a la gravedad. Te condena al ridículo. Al dolor incesante y a la curiosidad ajena. La gente hace muecas de dolor cuando te mira. Fruncen la boquita, elevan las comisuras de los labios. Entrecierran los ojos y dicen ¡ayyyy!. Todos tienen un remedio para ofrecerte: calor, frío, elongación, reposo, kinesiología, tapping, masoterapia, osteopatía, baños termales, colchones ergonómicos, reflexología, acupuntura. Te ofrecen una interpretación al paso: ansiedad, falta de descanso, angustia existencial, conflictos no verbalizados, alexitimia, adicción al trabajo, sentimientos no confesados, amores no correspondidos, acrobacias sexuales o abstinencia forzada, culpas, deudas, remordimientos. A mis vértebras les importa un carajo lo que digan acerca de ellas. Me clavan su puñal. Me ponen un límite. Me recuerdan que el peso del mundo es más de lo que puedo cargar sobre los hombros.
Aguantás. Apretás los dientes y seguís adelante
Has leído durante décadas todo lo que se publica acerca de este tormento. Sabés que no tiene sentido hacerte estudios de imágenes a menos que aparezcan signos de alarma: dolor radicular, duración mayor a seis semanas, antecedentes de cáncer, fiebre. No querés consultar a nadie. Cada vez que lo comentás con un colega: médico, kinesiólogo o masajista te repiten la misma cantinela: “¿cómo que no te hiciste una resonancia?” Entonces preferís el encierro y el silencio. El sufrimiento solitario, el calvario callado de los estoicos, el disciplinamiento bárbaro de los flagelantes. Aguantás. Apretás los dientes y seguís adelante.
Sabés que es inútil pero te intoxicás de analgésicos, de antiinflamatorios, de corticoides, de benzodiazepinas. De fajas de potro, de colchones duros o siestas sobre el piso. Te escondés bajo llave en el cuarto para aplicarte una inyección de Duo Decadrón. Llevar tu mano con la jeringa hasta una de tus nalgas es una operación de alta ingeniería. Clavás la aguja como si fuera un Tramontina en la garganta de un criminal. Te acordás de Los Redondos: “Tarde en la noche…Plaza Constitución / hay sangre rancia de Tramontina tajeador”. Querés sentir un dolor distinto. Uno que humille a tu lumbalgia. Pero no sentís nada, nada. Apurás el émbolo hasta que líquido ingresa en vos. Querés que sea un bálsamo o un veneno. Que te alivie o que te mate. Te da igual.
Sabés que, tarde o temprano, el tiempo disolverá la vara que te atraviesa la espalda. Que al cuarto o quinto día te levantarás erguido. Como si nunca hubiera pasado nada. Que conservarás la memoria del dolor durante un tiempo aunque ya no te duela más que el recuerdo. Estarás al acecho. En un alerta tensa de presa que espera al predador. Aterrorizado. Moviéndote como si pisaras cristales de Bohemia. Como si caminaras sobre nubes de algodón. Más tarde vendrá el olvido, o la espera resignada del próximo episodio.
Cada mañana te levantás de la cama apoyando un pie sobre la alfombra. Vas subiendo despacito. Trepás como un andinista sobre tu propio cuerpo. Medís cada milímetro. Sabés que hay un punto crítico. Una marca sobre el nivel del mar. Cuando la alcances se te abrirá el camino del infiero o del paraíso. Tenés una esperanza vaga y desangelada. Seguís subiendo. Entonces una lanza se te clava entre la cuarta y la quinta lumbar. Te sale un grito sordo, ahogado, mudo. Un alarido íntimo y secreto. Sólo para vos. Sudás. Buscás la posición que neutralice el rayo. Tu cuerpo se acomoda en una pose ridícula. Es un autómata que no responde a tu voluntad. Vos agradecés su sabiduría de animal prehistórico. Respirás.
Te bañás, pero hay zonas de tu cuerpo que son inaccesibles. Rincones remotos protegidos por un muro de dolor insoportable. Ensayás procedimientos absurdos para llegar a través de esa geografía hostil. Atás la esponja enjabonada a un palo de escoba. Probás por arriba de tus hombros, por debajo de las piernas. Nada. Tus giros se han reducido, tus brazos son más cortos. Todo queda lejos y el camino está sembrado de espinas. Te vestís empleando diez veces el tiempo de un día normal. Nunca has estado tan alejado de tus zapatos. Vas a laburar. Cada media hora entrás al baño, te tomás del lavatorio y estirás tu espalda hasta que no aguantás más. Te alivia un poco, te endereza. Pero dura unos minutos. Un resorte obstinado te devuelve a ese plano oblicuo de barco encallado.
Las cosas que antes te encendían son ahora sombrías e indiferentes. Te invade una tristeza gris de dromedario. Leés los textos en los que estabas trabajando repleto de entusiasmo. Te parecen insípidos y ajenos. Los libros que estabas leyendo se llenan de sombras y de hastío. Los resultados del fútbol con los que habías soñado ni siquiera despiertan tu curiosidad. Te da lástima el tipo que sos cuando tu espalda desaparece y se hace puro silencio. Las mujeres, las mujeres siguen allí. Todavía sentís que son lo único que te importa en el mundo. Lo sabés. Pero tu cuerpo lo ignora. Te asalta una nostalgia de pezones y de bocas. Como un muerto al que sólo le queda el recuerdo impreciso de un cielo al que ya nunca va a regresar.
La vida entera pasa por tu espalda
Lo has vivido en tu casa, en tu trabajo, en aviones, en hoteles. En un viaje de purgatorio entre Zapala y Chos Malal en una camioneta con amortiguadores desvencijados que te hacían saltar hasta darte la cabeza contra el techo con cada pequeña irregularidad del camino. Has dado conferencias en congresos impostando una cara neutra de jugador de póker mientras mirabas el reloj que se demoraba a propósito, marcando un tiempo cruel y sádico que gozaba alargando tu padecimiento.
Una vez una moto se cruzó por la derecha y te rompió el espejito del auto en la General Paz. Apretaste el freno y la espalda te estalló en mil pedazos. Lo insultaste, tanto pero tanto, y con tanto odio… Tu instinto asesino se desató como una fiera. Querías matarlo. Pero no porque te había roto un vidrio insignificante sino porque te había obligado a frenar con violencia. El tipo se quitó las antiparras y te miró a los ojos. Se las volvió a colocar y te dijo: “Estás mal tío, estás muy mal”, y se fue haciendo zigzag entre los coches en dirección al Río de la Plata.
La vida entera pasa por tu espalda. Es un filtro impiadoso que se come todo entusiasmo, toda alegría, todo deseo. Un caníbal que mastica lo que justificaba tu existencia. Te condena a una vida desabrida y hueca. A una vigilia de dientes apretados. A la idea fija de la mecánica gravitacional. A la supervivencia rudimentaria de un puro esqueleto.
Hace un rato una mucama me sorprendió colgado debajo de la escalera con ambos brazos extendidos aferrados a los escalones. Estaba en puntas de pie, casi suspendido en el aire, para que el peso de mi propio cuerpo pusiera la gravedad a mi favor. Se detuvo asombrada mirando mi ejercicio de potro de tormento. Cuando la vi, me solté y traté de recobrar la compostura. Pero era tarde. Nunca nos habíamos hablado pero nos conocíamos bien. Se acercó y me dijo susurrando a centímetros de mi oído: -“Disculpe, ya lo he visto así otras veces. No lo tome a mal, pero usted necesita que lo quieran”. Se fue con un balde colgando de la mano derecha y negando con la cabeza hasta desaparecer por el pasillo. Yo no soy feliz. Pero no necesitaba que me lo recordaran de una manera tan brutal.