Después de la revolución de mayo de 1810, y con el comienzo de las guerras de la independencia, la tranquila vida tucumana se alteró completamente. En 1812 se libró una batalla en las afueras de la ciudad, la batalla de Tucumán, dirigida por Manuel Belgrano. Durante los años siguientes, todavía se respiraba en el aire el olor a pólvora y todos temían un nuevo ataque del enemigo español. Por ese motivo, a las diez de la noche, había que suspender las actividades: no se podía circular por las calles, ni tampoco dejar ninguna lámpara encendida. A las diez en punto, Tucumán quedaba a oscuras.
Para 1816, San Miguel de Tucumán era una pequeña ciudadela, bordada con naranjos y limoneros. Vivían unas 5.000 personas aproximadamente, en unas 7 cuadras a la redonda, con casas modestas y calles de polvo. Solamente alrededor de la plaza había casas importantes que tenían zaguán con baldosas, un primer patio lleno de plantas y rodeado de galerías «en cuyos postes de cedro se enroscan diamelas y madreselvas», una alfombrada sala de recepción con balcón, muebles de caoba, platería labrada «el sofá y el fortepiano de la niña», cuenta Groussac.
Ubicada a mitad de camino entre el alto Perú y el puerto de Buenos Aires, (viejo Camino Real desde Buenos Aires a Lima), era un centro comercial muy importante. Había comerciantes «de basto giro« dueños de ganado y barracas donde se depositaba las mercaderías que luego se distribuían a las provincias cercanas y también los «de menor giro« como los pulperos, que atendían las pulperías, que abastecían de mercaderías a los gauchos y campesinos.
Las pulperías, eran verdaderos centros de reunión de los parroquianos más humildes, donde se compraba absolutamente todo lo que necesitaban para comer, vestirse, iluminarse, herramientas, arados, etc. Sobre todo se bebía aguardiente y caña, se payaba con guitarras, cantaba, bailaba, jugaba a los naipes, a la taba, se hacían apuestas en riñas de gallos y se organizaban carreras cuadreras y de sortijas.
Los españoles estaban ganando batallas y recuperando territorio en las provincias del norte. Las tropas realistas avanzaban desde el Alto Perú, y solamente estaba el general Martín Miguel de Güemes defendiendo el paso en Salta. Si los españoles lograban llegar a Tucumán, era muy probable que pudieran avanzar hacia Buenos Aires.
Hacer el Congreso allí era, en cierto modo, una demostración de fuerza, una manera de defender la revolución. También los diputados del interior eran mayoría y querían ponerle un límite al poder de Buenos Aires.
La decisión de realizar el Congreso en Tucumán, trajo algunos inconvenientes: iban a llegar muchas personas de golpe y la ciudad no estaba preparada para dar alojamiento a tanta gente. Tampoco había un lugar lo suficientemente grande como para realizar las reuniones del Congreso.
Pero a pesar de todo, a partir del mes de marzo de 1816, fueron llegando algunos congresales, de distintas provincias del antiguo virreinato. Algunos se alojaron en las casas de familias más adineradas, ubicadas cerca de la Plaza Mayor y el Cabildo. Otros se quedaron en los conventos o en las casas de algunos sacerdotes. Estos hombres corajudos, tenían gran espíritu independista, debían declarar la independencia o volverían a ser colonia.
Una señora de la elite tucumana, Francisca Bazán de Laguna, prestó su casa – la más grande de la ciudad- para que se realizaran las sesiones del Congreso, y hasta permitió que se derribaran paredes interiores para conseguir una sala más amplia, que pudiera albergar a todos.
En aquellos tiempos, los viajes de una ciudad del antiguo virreinato a otra, eran largos e incómodos. Los caminos, eran pequeñas huellas en la tierra, conocidos únicamente por los baquianos de la zona. Durante la época de lluvias casi no se podía transitar, así que viajar en esas condiciones era muy peligroso.
De tanto en tanto los viajeros hacían paradas en el camino, en lugares especiales llamados «postas». Estas eran la única oportunidad para lavarse, tomar o comer algo y descansar. Mientras tanto, se cambiaban los caballos cansados por otros, se cargaba agua fresca para el resto del camino y se arreglaba algún desperfecto del vehículo.
La principal industria tucumana era una primitiva explotación de la caña de azúcar y como abundaba la madera, la ciudad se hizo famosa por la fabricación de carretas de excelente calidad.
En aquellos tiempos, la carreta fue uno de los medios de transporte más utilizados para trasladar mercaderías y personas de un punto al otro del antiguo virreinato.
Generalmente circulaban varias juntas, en las llamadas «tropas de carretas». Los techos se hacían con cueros y la caja con junco tejido, mientras que las ruedas y la base eran de madera. Las ruedas medían más de dos metros de altura, para poder pasar los riachos y lagunas sin mojarse.
Las carretas, transportaban mercaderías y pasajeros del interior a todas las ciudades, eran tiradas por una o más yuntas de bueyes y generalmente iban en caravana. Tardaban 40 ó 50 días en recorrer el trayecto entre Buenos Aires y Tucumán.
La galera fue el medio de transporte más rápido utilizado por los diputados para viajar a Tucumán. Se hacía el camino de Buenos Aires a Tucumán en 25 ó 30 días. Transportaba hasta 10 pasajeros, pero no llevaba mercaderías. Tenía cuatro ruedas y era tirada por cuatro caballos que manejaba el postillón, sentado en el pescante. Estaba acolchada por dentro y tenía numerosos bolsillos para guardar los objetos personales de los viajeros.
La Sopanda más pequeña solo albergaba 4 pasajeros, tenía suspensión, lograda por medio de correas de cuero que, como elásticos, amortiguaban los saltos por las irregularidades de los caminos, que realmente eran pequeñas «huellas» en el polvoriento terreno.
En el campo, los arrieros, chacareros y labradores vivían en casas muy simples: la cocina (con cierta frecuencia un ranchito separado de la sala principal), la sala comedor, una o dos piezas adyacentes y «la ramada» o enramada era un alero, donde estaba el mortero para moler el grano de maíz y generalmente estaba el telar de la dueña de casa.
En las casas se comía, se compartía el mate, se dormía, se charlaba y se anudaban todo tipo de relaciones. El hacinamiento era común. Solían dormir el responsable de la chacra y su mujer, junto a los peones, esclavos y esclavas.
Las casas de adobe y techo de paja albergaban unas pocas sillas de baqueta o paja, una mesa, tres o cuatro catres, (si había bebes se colgaba una canasta del techo, para evitar picaduras de insectos) un baúl, que hacía de guardarropa.
La vajilla se reducía a unos pocos platos de madera, estaño o loza, unos candelabros de bronce o estaño, la caldera (olla de hierro que se colgaba arriba del fuego) y el infaltable mate. Los restantes utensilios de la cocina eran el asador, dos o tres ollas, el mortero y el hacha de hueso. Unos pocos árboles rodeaban la casa y algunas veces, había una quinta con árboles y frutales variados.
Se vestían muy sencillamente con telas económicas que venían de Córdoba y que se vendían en las pulperías. Los gauchos con ponchos y chiripa y las mujeres con camisas sencillas y polleras fruncidas.El rodeo, la yerra o las cosechas eran actividades habituales de la campaña.
También en Tucumán se producían ponchos, frazadas y fajas. Las tejedoras de los pueblos originarios, los realizaban con antiguas técnicas y los teñían con tinturas vegetales de la zona.
FUENTES:
- Notas del Historiador Claudio Chávez
- Adaptado de Juan Carlos Garavaglia, «Ámbitos, vínculos y cuerpos. La campaña bonaerense de vieja colonización?, en: Devoto, F. y Madero, M. (dirs.),
- Historia de la vida privada en la Argentina, tomo I, Taurus, Buenos Aires, 1999.
- Fotos y litografías de internet
IMÁGENES
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