Soy Mónica y hace treinta años que me fui de Barracas, pero en realidad, nunca me alejé.
Vieytes 1445 (entre Iriarte y Rio Cuarto) era la dirección del conventillo en el que viví hasta que los trece me trajeron la separación de mis viejos y el encuentro obligatorio con ese otro mundo que existía fuera de la «Calla Larga» (Montes de Oca). Ese mundo que había recorrido mil veces, sin bajar, siendo un bebé.
Sentadas en el primer asiento del colectivo que manejaba mi papa, antes de comprarse el taxi, mi mamá (Sarita) me soplaba tangos en el oído para hacerme dormir mientras que hacíamos todo el recorrido.
Nunca me olvidé de Barracas.
Cada vez que vuelvo voy a buscar mi casa. ¡Cómo si pudiera volver a aparecer…!
Se entraba por un zaguán que siempre me pareció ¡tan lindo! Los dueños (se llamaban Martínez) tenían tres de las cuatro piezas que bordeaban el primer patio. Dos de ellas daban a la calle. Siempre les envidié ése privilegio pero…, ellos eran ¡tan tristes!
Por mi parte, yo nunca supe si mi casa fue chica o grande, pobre o rica. ¡Yo era tan feliz!
Fuera de los momentos en los que los viejos se peleaban, nos reíamos mucho. Como buena hija única, siempre tuve mucho amor a mí alrededor, el resto, ¡qué me importaba! La cuarta, era la habitación adonde Doña Maria. («La Mari») vivía con su «compañero» (nadie sabia si se habían casado alguna vez). Un balustrada, separaba ése patio del nuestro. Ahí nomás, entrando, estaba la puerta de nuestra pieza y la última era la de Susa y su mama, Doña Luisa.
Detrás se abría otro patio al que daban: sobre la izquierda el lavadero común, sobre la derecha el baño de todos. La bañadera era grande y tenía patas de león, pero no me acuerdo de haber tomado baños de inmersión. Seria una cuestión de no gastar tanta agua.
Yendo para el fondo, se pasaba delante de la cocina de la Mari y después, una parecita separaba aquel patio del fondo.
Yo detestaba nuestra cocina. Ahí estaba: oscura, de madera berreta afuera y adentro; ventanas chicas que no dejaban entrar el sol. Menos mal que enfrente estaba el jardín. Ah! Ese jardín sí que me gustaba. Hasta me acuerdo de los «pensamientos» que plantaba Doña Luisa. Al fondo, no había más que su cocina y un galponcito abierto adonde ella metía todo lo que no sabia adonde meter. Y ahora, todo esto desapareció, ¡qué lastima, no!?
El Manuel de Sarratea, mi escuela, sigue «firme junto al pueblo». Antes de irse al laburo, la vieja me dejaba en la escuela. Julio (el portero), me dejaba poner los borradores y las tizas en todas las aulas porque yo llegaba! tan temprano! La vieja era enfermera, de las de Evita, por eso yo conocí antes la Marcha Peronista que el Padre Nuestro. La pobre, trabajaba mil horas y salía de casa tempranísimo. Mi «jovie» era tachero y siempre había que ir a buscarlo al Sportivo Barracas (en Iriarte y Luna) porque se veía de lejos que él prefería jugar al billar que ir a trabajar «pa’alimentar el puchero!».
Los fines de semana los viejos se empilchaban de primera, y se iban al bailongo. Ganaron varias copas, me acuerdo que me encantaba mirarlas. Pero eran bien baratelis, no había nunca nada escrito. A veces, ni llegaba a saber si las habían ganado los dos bailando o si era el viejo, que las había ganado solo, currando al billar. De todas maneras, para verlas había que escarbar en los cajones porque, durmiendo los tres en una habitación de 15 metros cuadrados, no había lugar para «exposiciones».
A bientôt,