Los recuerdos se agolpan estrepitosamente en mi mente, se entrecruzan, se combinan, se mezclan y siento la irresistible necesidad de “congelarlos en el tiempo” de plasmarlos sobre éstas hojas para que queden impregnadas de mis alegrías y tristezas, para que mis emociones afloren apaciblemente y no en este torbellino inusitado de recuerdos de mi niñez.
La cuadra de mi casa natal era la desaparecida calle Lamadrid entre Hornos y Herrera.
Digo desaparecida, porque la autopista “tiró abajo” todos mis lugares de la niñez, cosa que jamás le perdonaré a Cacchiatore.
Calle de casas bajas y antiguo empedrado, sus anchas veredas de lajas desparejas, ostentaban árboles muy añosos refugio de los pájaros, que en primavera nos aturdían con sus cantos, y en otoño nos regalaban un colchón de hojas amarillas que daba gusto pisar.
Un mortecino farolito pendiente del cable que cruzaba la calle nos iluminaba en las calurosas noches de verano, para jugar a las “escondidas” con mis amigas de la cuadra, (Adriana, Graciela, Liliana Yaconis, Claudia Cohen y Teresita Solavaggione) mientras los vecinos se sentaban en las veredas a tomar el fresco del anochecer en sus sillones de mimbre o en las sillas del patio, conversando de vereda a vereda las noticias del día.
Yo vivía en una casa alquilada estilo chorizo modificado, en Lamadrid el N° 1757 “departamento A”, porque al fondo había otro “departamento” que era el “B” donde vivía “mi tía Irene López”, en realidad no era mi tía de sangre, pero en ese tiempo los niños teníamos una relación muy especial con los vecinos y mi tía Irene era súper especial para mí, era verdaderamente mi tía del corazón.
Era la mujer mas pulcra que conocí en mi vida, muy bonita con unos hermosos ojos azules y su cabello rizado, arreglada y perfumada siempre, tenía un carácter muy maternal y alegre y aunque ya era cuarentona vivía con su mamá “la abuela Rosa” que estaba en silla de ruedas, yo pasaba parte de la tarde con ella (para que no se aburriera), porque mi tía se iba a trabajar a la fábrica de “Medias Paris”.
Pero en realidad yo la pasaba estupendo porque la abuela me contaba historias de su patria, me enseñaba a chiflar, me cantaba en italiano y comíamos unas galletitas deliciosas que la tía Irene había horneado para nosotras. A las cinco de la tarde sonaban las sirenas de las fábricas y sabíamos que en un ratito volvería la tía Irene con su eterna sonrisa, yo la veía llegar por el corredor con sus tacos altos y su pollera tubo negra e impecable blusa, siempre alegre me preguntaba por la abuela nos despedíamos y volvía a mi casa adelante.
Mamá me esperaba para tomar la leche y yo le contaba todo lo que la abuela me decía mientras mamá tejía abstraída en el comedor, parece que a los cinco años ya era una niñita muy charlatana y preguntona, que me la pasaba bailando en puntas de pie (como las bailarinas clásicas) cosa que a los grandes parecía resultarles agradable y que yo explotaba para ganarme su afecto.
Nosotros compartíamos el “departamento “A” con otras personas, Don Pedro con doña Ángela un matrimonio muy mayor (o a mí me lo parecían) que ocupaban lo que sería la sala mas grande de la casa al frente, con dos hermosos balcones a la calle con rejas forjadas y mármol de carrara. Pero la “vieja” como le decía mi mamá estaba “medio loca”, así que prácticamente sólo la saludábamos teníamos prohibido hablarle, tenían una cocinita al fondo de la casa y algunos días que le daba “la chifladura” se disfrazaba con cosas en la cabeza y pasaba apuradita y hablando sola atravesando el patio hacia su cocina.
También compartíamos el baño que como en todas las casas antiguas estaba bien al fondo, allí también había un piletón de mampostería con unas patas en forma de león y azulejos blancos, por encima del piletón había una escalera con baranda de hierro forjado que terminaba en un cuartito pequeño con dos ventanitas que daban a la terraza, a la cual se subía por una escalera de madera que había construido papá, desde el descanso del cuartito de Demetrio.
Sí, ese era el nombre de “el Polaco” el otro inquilino, era afecto a las copas, y siempre andaba solo, se decía en el barrio que había desertado de la guerra y no podía regresar a su país, era un hombre muy callado y vivía solamente para trabajar y tomarse sus “vinitos” volvía casi siempre al anochecer cantando, tambaleando y nunca embocaba la llave en la cerradura, pero a nosotros jamás nos molestó, me daba tristeza verlo siempre tan sólo, porque era atento y educado.
A mí me parecía muy buena persona porque como trabajaba en Bagley siempre nos traía galletitas, ópera, merengadas, criollitas y unas “alargaditas” que no recuerdo el nombre, pero que eran una delicia y como se la vendían a un “precio muy barato” según mamá, nos traía no un paquete sino ¡un kilo de cada una!.
Con mi hermano nos deleitábamos a la tarde cuando tomábamos el café con leche y como no teníamos televisión a veces mamá nos dejaba ir a la casa de Carlitos, un vecino que ya la habían comprado (calculen que en el año sesenta todavía no se vendía masivamente como ahora, eran muy pocas las familias que la podían comprar en el barrio).
Nosotros ocupábamos las contiguas dos habitaciones muy grandes, que daban a un hall de entrada con puerta y mampara de vidrios de colores una y a un patio largo la otra, donde papá había construido una cocinita muy linda (sólo para nosotros) frente a una de las piezas, con pileta de agua caliente, electricidad y gas natural, éramos muy humildes, mamá no trabajaba y papá trabajaba en el Otto Krause como maestranza y los sábados también trabajaba en la casa de mi abuela en un tallercito estampando pantallas, en Tacuarí 1287.
A papá lo veíamos llegar muy tarde porque en la escuela hacía doble turno y los sábados tampoco estaba, así que los domingos eran la gloria para mí, (porque yo era su consentida) nos quedábamos en la “cama grande” hasta cerca de las 11 y después de comer salíamos a pasear, íbamos al Parque Lezama a “rodar” por las lomaditas, a la placita Virrey Vértiz, ó simplemente a caminar por la costanera Sur.
Al lado de casa había un bar muy antiguo donde se reunían los hombres y los viejos del barrio, atendido por el “gallego” y su mujer doña Hilda gente buena, de trabajo.
Daba a la esquina del pasaje Jenner, estaba siempre abierto hasta los domingos por la mañana y allí en esa atmósfera de humo y alcohol se reunían los vecinos a tomar sus ginebritas ó cervezas, jugar las cartas ó simplemente charlar y masticar constantemente maníes o palitos salados.
Tres grandes escalones de mármol (siempre sucios) indicaban la entrada por la esquina y cuatro ventanales con rejas por el pasaje Jenner mostraban su interior.
Varios pequeñas mesas con sillas tonet que estaban bastante rotas, astilladas y descoloridas ubicadas cerca de las ventanas, un enorme mostrador de madera oscura (no se si por falta de limpieza o era su color) un barral de bronce lo rodeaba a la altura de los pies y varios taburetes giratorios muy altos lo acompañaban, detrás un exhibidor de madera también oscura con estantes y espejo empañado que ocupaba toda la pared hasta el techo repleto de botellas de ginebra, caña y otras bebidas, un viejo reloj que también tenía una propaganda de café y un almanaque grande con los números que se quitaban por día, era todo el mobiliario. Los pisos de damasco blanco y negro con baldosas rotas y mugre pegada sólo lo baldeaban los domingos.
Pero era un centro de reunión donde los vecinos del barrio (todos hombres) comentaban sus vidas, fumaban sus cigarros, escupían sin que nadie los reprendiera, encontraban amigos con quien charlar o mitigaban sus penas en alcohol como Demetrio.
Mis padres nos tenían prohibido entrar al bar, aunque el “gallego” siempre nos decía a los chicos de la cuadra que entremos que nos regalaba palitos salados. Nosotros la mandábamos a Teresita Solabaggione que era media “machona” a buscarlos y luego nos dábamos un festín con los palitos conversando sentados en el umbral de cualquier puerta de la cuadra de casa.
Teresita era temeraria y su hermano menor Enriquito peor aún, un día que el “gallego” le regaló junto con los palitos salados dos grandes puñados de chapitas de cerveza para que las repartiera con todos nosotros, por supuesto el “reparto” no fue equitativo y empezaron las discusiones y Teresita no tuvo mejor idea que revolear las chapitas por el aire y una de ellas le dio en la ceja a mi hermano Hugo, ¡cómo sangraba! .
Tenía todo el ojo lleno de sangre y le corría por la mejilla, nos asustamos y fuimos todos corriendo con mi hermanito llorando a la rastra a casa para contarle a mamá, pero Teresita Solabaggione y Enriquito se escondieron en su casa y por unos días no los volvimos a ver.
Nunca supe si mamá le pidió explicaciones a la mamá de Teresita por el corte de mi hermanito, pero en aquel momento fue un gran susto el que nos dimos.
Fueron 16 años vividos en ese mundo estrecho y pintoresco, en el que aprendí muchas cosas; alegrías y tristezas, trabajo y holgazanería, amor y odio, vida o muerte. Era un pequeño mundo donde sólo los pequeños con la inocencia de la niñez mostrábamos una sonrisa fresca, sin comprender o darle importancia a las privaciones.
Hoy con 52 años sigo viviendo en Barracas y espero seguir aquí, porque éste es mi barrio y es adonde pertenezco.
Mabel Alicia Crego
La foto fue tomada por Mabel Crego y muestra la escuela sita en Av. Montes de Oca al 800, frente a la Placita Colombia