Soy Lidia Gonzalez (Liloche para mis amigos de la infancia).
Se llamaba don José, era el zapatero remendón del barrio. Si el almacén de Don Fidel se caracterizaba por el olor a buseca los jueves, la bohardilla de don José, por su olor a toscano masticado mil veces. Le manchaba la barba blanca como nieve, y su pelito ralo eternamente cubierto por su gorra lustrosa y oscura, sin tiempo. Vivía sumergido entre botas y zapatos viejos, todo el día con su incansable tip, tap. Era gracioso, porque don José, cada hora, hacía un impase. Cerraba la puertita de su tallercito, no mayor de dos por dos y cruzaba el empedrado tembloroso, con cautela, afirmándose para no caer, dirigiéndose a la fonda de enfrente a tomar su vasito de vino tinto.
Mi cuadra en Barracas era bulliciosa, en la esquina, la fonda de don Fidel, el panadero Silverio de la media cuadra, era un clásico. Todo el mundo compraba sus ensaimadas de la mañana, gente de trabajo, empleados todos, desfilaban por la panadería, años y años con la misma rutina. Don Silverio era un solterón mezquino; al atardecer abría el cajón del dinero y se ponía a contar las monedas con la puerta abierta por el calor. Mi casa quedaba al lado porque pertenecía al mismo edificio, abajo negocios y arriba departamentos frente a la plaza. El tintinear de las monedas era como una marcha de cinco y diez centavos, el pan valía quince centavos así que el reconto era interminable.
Los vecinos pasaban y saludaban y el seguía con su tin tan, tin tan, mascando su toscano que apestaba.
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