Qué tal Mónica, tarde pero seguro, no quise dejar pasar por alto el día del padre, ojalá puedan leerlo.
Sé que a veces por el tiempo, siempre tan tirano y más en los medios, pero no quise dejar pasar la oportunidad de saludar a todos los viejos en su día, siempre escribimos sobre la madre y nos llenamos, con justa razón de sus recuerdos, pero los padres también merecen un cariño. Yo recuerdo, aún lo tengo vivo pero lejos, en Baires, el incansable laburador de mil oficios, ebanista en su juventud, después maestro heladero, de los viejos heladeros de oficio, durante treinta años, en invierno, pizzero y churrero, cuando las heladerías eran lecherías. El me enseñó a pescar, a encarnar el anzuelo los fríos días de invierno, primero en la costanera, después en el Paraná Guazú, como el pique del pejerrey, esa saeta alargada en el agua picaba y había que estar atento, los viajes en la la lancha colectiva que salía del Tigre o de Zarate, la complicidad de un traguito de caña Legui, porque ahí éramos todos hombres, qué joder, no se llevaba radio, sólo la canasta de mimbre y el morfi que siempre sobraba para la vuelta y que yo engullía con gusto, unas milanesas en pan de pebete. O las idas a la cancha de Vélez, él me hizo hincha porque eran todos tanos y hasta el día de hoy no abandoné los colores. Su disfraz de rey mago para mi primera bicicleta, o el metegol, o los botines fulvencito. Me enseñó a amar la naturaleza, a no destruirla, en fin, en este caso mi viejo es como esas calles de Saavedra donde el me enseñó a patear una pelota. Le pasan los años, se encorva su cuerpo y quizás alguna cana mas blanca que otra, pero como las viejas calles empedradas de antaño tienen ese gustito de simpleza, amor, firmeza y templanza. Viejito mío, los mates amargos son nuestros, los asados, las picadas y las discusiones. Saavedra también es nuestro, por eso te quiero, porque siempre estás cuando te llamo.