La muerte por envenenamiento de Osiris, un bello siamés dulce y afectuoso que nunca le había causado mal a nadie, gato mimado de Pablo Eduardo Ferrari y su familia, desencadena una venganza cuidadosamente planeada en «El tatetí de los árboles», un cuento inquietante de Fernando Sorrentino.
Mes de noviembre
Los seis jacarandaes y los tres álamos acaban de cumplir tres meses. No son más altos que yo, pero el próximo noviembre serán nueve discretos arbolitos: un embrión de diminuto bosque en forma de tatetí, bajo cuya sombra yo me sentaré a leer el diario.
Como lo estoy haciendo ahora mismo, sentado en una silla baja de estera junto al por ahora débil álamo que ocupa el exacto centro geográfico del bosquecito: seis jacarandaes dibujan, tres a tres, dos de los ángulos; por la diagonal central corren los tres álamos. Me encanta este rigor geométrico y estético que, en el tan frío agosto pasado, me aconsejó la vendedora del vivero TodoQuinta.
En realidad, no me interesa mucho leer el diario pero lo hago llevado por la inercia de tomar mate, que parece exigir, por la mañana, la compañía del diario. Yo diría que las noticias se repiten, que son como un tema con variaciones: Estados Unidos amenaza con la invasión: severa advertencia del presidente; El clásico rosarino se juega en Newell’s: ya no quedan entradas populares; 90 días después: sin noticias del industrial desaparecido en Nueva Pompeya; Festival de Cine: los premios que se esperaban; Corrupción en el Senado: la Corte se declaró incompetente… Lo cierto es que, tras leer los títulos y sobrevolar un poco el contenido de las noticias, este diario dominical servirá el próximo sábado para encender el fuego del asado.
Porque tal es nuestra rutina. Los sábados, yo me encargo de preparar el asado: a veces vienen amigos a comer con nosotros. Los domingos, María cocina pastas, las nenas corretean por la quinta y yo paso parte de la mañana sin hacer nada útil: tomo mate, leo el diario y dejo vagar el pensamiento y los recuerdos, hasta que mi mujer me llama para almorzar. En la quinta no tenemos animales domésticos, pero cada tanto nos visita algún gato atorrante.
Yo soy Pablo Eduardo Ferrari, profesor en ejercicio de Lengua y Literatura. No he leído lo suficiente, pero he leído muchísimo más que la mayor parte de la gente.
Aunque he publicado uno que otro cuento mediocre en alguna revista ignota, mi afición es sobre todo dramática: poseo la facultad histriónica de improvisar, en el aula, diminutas obras teatrales que tienen a mis alumnos como espectadores y a mí como autor y protagonista excluyente. Acaso, si hubiera estudiado, podría haberme ganado la vida como actor.
He sufrido en el pasado algunas penurias, hasta alcanzar en los últimos años cierta tranquilidad económica a la que mucho colaboran las regalías que obtengo con mis libros de texto y los ingresos, como contadora pública, de María.
Hay personas que a su fortaleza física oponen cierta endeblez intelectual, y viceversa. No es mi caso. Así como me considero poseedor de inteligencia y cultura aceptables, tengo un buen físico de deportista. La práctica del remo me ha conferido una eficaz musculatura y mucha fuerza en los brazos. Aún hoy, pasados los cuarenta años y ayudado por mi elevada estatura, juego como arquero en los picados de fútbol y como pilar en los amistosos de rugby.
En el servicio militar no hice otra cosa que perder el tiempo, y me atrasé un año en mis estudios de Letras. Como fui destinado al cuerpo de zapadores, aprendí (casi siete décadas después de la Primera Guerra Mundial) a construir trincheras, de manera que, cuando fue necesario, no tuve mayor inconveniente en cavar un pozo rectangular de dos metros de largo por uno de ancho, y lo suficientemente profundo para que la silla de plástico, acostada sobre su respaldo, no estorbase el desarrollo normal del tatetí de los árboles.
La vendedora de TodoQuinta se había presentado como Silvia en ocasión de la compra anterior; me resultó muy simpática, con su estilo sonriente de enseñarme cómo se plantaban y se cuidaban los álamos y los jacarandaes. Si no fuera que yo tenía otras preocupaciones, hasta habría bromeado un poco con ella sobre su excelente memoria, ya que me recordaba como “el señor de una sola silla de plástico, dos bebederos automáticos y la pajarera de tres pisos”. No puedo reproducir los fundamentos de su explicación científica en favor del diseño en forma de tatetí, pero sé que en aquel momento me parecieron irrefutables. Recuerdo que dijo unas cuantas veces: “El álamo y el jacarandá combinan bien”.
El álamo central del tatetí fue bautizado por mí como Álamo C.: la C., letra muy abundante en la lengua española, puede significar Central y también puede representar la inicial de un nombre de pila o de un apodo.
A medio camino entre las localidades de José C. Paz y Derqui tengo La Manzana Pareja, que bauticé así en homenaje a Borges: es una quinta de sólo una hectárea donde, algunos fines de semana en que el buen tiempo ayuda, vamos los cuatro a pasar unas horas de oxígeno puro lejos de Buenos Aires. El terreno fue comprado por mi abuelo en 1948, cuando valía centavos; ahora me pertenece. Ocupa, precisamente, “una manzana entera pero en mitá del campo”, en una zona aislada y barrosa donde no vive nadie. La circunda un muro de ladrillos de tres metros de altura; sobre el muro corre una protección de seis alambres de púas. Externamente el muro está cubierto por enredaderas; desde lejos parece una selva. Me encanta hallarme dentro de esta especie de fortificación, que me aísla del mundo exterior.
También herencia familiar, la casa —ubicada en los fondos del terreno— es amplia y modesta (comedor y tres dormitorios medianos). Apartada de la casa y del muro exterior, hay otra construcción más grande y antigua, pero con el interior sin terminar; acaso fue pensada para vivienda de personal de servicio pero nunca utilizada con ese fin (pues jamás hubo sirvientes). Por su fachada triangular, o porque sí, la llamamos la capilla. Sirve de garaje, de depósito de herramientas y trastos, de minibiblioteca y de lugar donde a veces me refugio para escribir.
Entre el portón de entrada y la zona de la casa y la capilla se extiende el enorme jardín, es decir, una superficie plana y verde; un sendero de lajas, bifurcado, une el portón con la casa y con la capilla. Los eucaliptos que las sombrean son muy anteriores a ambas construcciones. Pero el incipiente bosquecito en forma de tatetí, erigido en el perfecto centro del terreno, es obra de mis manos.
Mes de agosto
Osiris intentó saltar desde el alféizar de la ventana hacia el interior de la habitación, pero cayó pesadamente. Demasiado pesadamente para un esbelto y bello siamés de tres kilos de peso. Entonces empezaron sus gritos: los gritos graves, cavernosos, con que Osiris expresaba el dolor que —según supimos más tarde— le estaba carcomiendo las entrañas.
La ventana tenía una reja protectora, que había sido colocada para seguridad de las mellizas cuando éstas eran pequeñas, dejada luego por indolencia y poco después para que Osiris se tendiera al sol, en ese rectángulo de baldosas rojizas, sin peligro de caer desde el cuarto piso hasta la planta baja del edificio de Villa Urquiza donde vivíamos.
* * *
El edificio tenía ocho pisos. En el quinto vivía una familia rica y grosera —personas que producían ruidos, que escuchaban con elevado volumen música tosca, que se teñían el pelo, que se vestían mal, que irradiaban olor a transpiración, que hacían ostentación de objetos lujosos—: la familia del ingeniero químico Jorge Carlos Bushlaw, cuyo apodo cariñoso era Cacho; según lo proclamaban, el dinero les fluía en abundancia desde su fábrica de Nueva Pompeya.
Cacho era rubio, semicalvo, insignificante y malvado; su mujer, la quintaesencia de la vulgaridad; sus hijas adolescentes, dos chirusas ignorantes y feas.
Sin que pudiera establecer por qué, a medida que iba pasando el tiempo advertí que Cacho, su mujer y sus dos hijas nos odiaban. Me odiaban a mí, odiaban a María y odiaban a las mellizas (que eran entonces muy chiquitas y no tenían manera de hacerse odiar).
Lo cierto era que Cacho y los suyos se dedicaron, inexplicable y sistemáticamente, a hostigar a nuestra familia con una variedad de ataques tan absurdos como pueriles (por ejemplo: cerrarnos la puerta del ascensor en las narices).
Debo reconocer que cierto aire de suficiencia que me acompaña, el desprecio por la ostentación de riquezas y la indudable belleza de mi mujer podían constituirse en factores irritantes. Por la misma índole de nuestro carácter desdeñoso, ignorábamos a Cacho y sus agresiones. Cacho —acomplejado y pequeño— percibía el desprecio.
Un insulto o, al menos, una respuesta airada de mi parte lo habría hecho muy feliz; pero yo nunca le respondí con otra cosa que con el silencio.
* * *
—Debe de haberse indigestado y siente dolores por inflamación estomacal —dijo el veterinario—. Le vamos a dar estas gotas antiinflamatorias, y lo más probable es que esta noche vuelva a estar perfectamente.
Durante todo el trayecto desde la veterinaria hasta mi casa, Osiris no dejó de gritar, cada vez con más desesperación; una suerte de estertor ronco, de bramidos violáceos atravesados con ráfagas agudas. La exteriorización de quien se está quemando por dentro.
—Ya le va a hacer efecto el antiinflamatorio —les dije a mis hijas.
Si ambas estaban ya arrasadas en llanto por los gritos del gato, fueron abatidas por la tragedia cuando, unas tres horas más tarde, Osiris murió.
Osiris murió, en medio de atroces dolores. Pero, ¿por qué en medio de atroces dolores? ¿Qué mal pudo haber hecho a nadie aquel ser tan afectuoso?
* * *
—La autopsia no es barata —dijo más tarde el veterinario.
—No importa: quiero saber de qué murió Osiris.
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No era yo quien jugaba con el gato ni quien le brindaba mimos. Por las exigencias de mi trabajo llegaba a casa al anochecer, y no me interesaba demasiado por Osiris. Admiraba, sí, su inteligente belleza, el fulgor de sus ojos azules, su conducta juiciosa y educada.
Las mellizas, que tenían ocho años y dormían con él, no cesaban de llorar.
Para que no me vieran, me encerré en el baño. Y, sin poderme contener, lloré, lloré, lloré terriblemente la muerte de Osiris.
* * *
—Por desgracia, esto es bastante frecuente. Lo envenenaron; amasaron unas bolitas mezclando carne picada, huevo y veneno.
—¿Qué clase de veneno es?
Como en una ráfaga temblorosa me llegaron las palabras del veterinario:
—… 3-hidroxi-carbofuran-toxiceno … se vende comercialmente como carbofuranex … plaguicida … se usa sobre todo para combatir los gorgojos del maíz … un polvo blanco parecido al almidón … diluido en agua, se aplica mediante aspersión … en estas dosis es casi inofensivo para el hombre y los animales del campo … al gato le dieron como veinte gramos … concentración elevadísima … puede matar un elefante … sus efectos son muy dolorosos … quema las paredes del estómago y del intestino … obstruye las vías respiratorias … disnea angustiosa … muerte por paro cardiorrespiratorio espasmódico.
* * *
En el colegio busqué asesoramiento profesional; el colega Guillermo Brancatti, antes de ser profesor de historia, había cursado la carrera policial, y se había retirado con el grado de subcomisario. Sin perder el aire severo que es la marca de fábrica del oficial de policía, Brancatti era simpático y muy lector. Me apreciaba mucho. Le dije que necesitaba ciertas informaciones para escribir una novela con crímenes; desplegando un papel que me servía de ayudamemoria, le formulé una cantidad de preguntas muy precisas (qué, dónde, cómo, cuándo, quién).
Una vez en posesión de la información, compré los utensilios necesarios.
* * *
A la información científica suministrada por Brancatti quise añadirle un toque de fantasía literaria. Busqué “Los crímenes van sin firma”, el cuento de Adolfo Pérez Zelaschi, y ubiqué cierto pasaje que recordaba a medias:
…lo mejor para partir un cráneo como si fuera un huevo es una cachiporra flexible y barata que se construye dando a un lienzo fuerte la forma de un tubo largo y estrecho y llenándolo con arena. Así lo hice, agregándole un buen peso de municiones y una pequeña bola de plomo en el extremo. Resultó una varilla bastante pesada, pero muy cómoda para llevar atada a la cintura, donde resulta tan discreta como una monja.
La receta me pareció factible y la puse en práctica en seguida, pero prescindiendo de las municiones y de la bola de plomo, elementos que podrían resultar contraproducentes.
* * *
Durante más de una semana, utilicé diariamente, hacia el atardecer, nuestro Ford Orion, el auto familiar. Lo estacionaba en Beazley entre Einstein y Cachí. Después iba a la calle Mom; con dos o tres caminatas casuales y cuidadosas, estudiaba los movimientos de la planta industrial. Una fábrica próspera: en un país de abundante producción agrícola, los plaguicidas y los pesticidas siempre eran necesarios. A partir de las 18:00, por una especie de portón, empezaban a retirarse los obreros y los oficinistas; un poco más tarde, por una puerta más estrecha, salían los empleados que supuse de más jerarquía.
La última luz en apagarse era la de la ventana central del primer piso, donde —comprobé— se hallaba el escritorio del propietario de la empresa. Esto ocurría más o menos a las 20:00. En invierno, a las 20:00 es noche cerrada, y la calle Mom es un desierto.
* * *
Pese a que la calle Mom, en el barrio de Nueva Pompeya, queda bastante lejos de Villa Urquiza, ese viernes dejé el Orion en mi cochera (la número 4) del garaje del edificio; la 5 se hallaba desocupada.
En Triunvirato y Olazábal tomé el colectivo 112.
Como hacía muchísimo frío, me envolví en mi sobretodo y en una bufanda negra, y me puse una gorra grisácea. Aunque no había ni podía haber sol, llevaba en el bolsillo un par de anteojos oscuros —que me darían en su momento cierto aire de mafioso de película— y en la mano un bolso deportivo con algunas cosas útiles.
En la calle Mom, en la acera opuesta, irreconocible y como distraído entre los árboles, esperé cerca del Rover.
A eso de las 20:10 se apagó la luz del escritorio central; unos instantes después, mi hombre estaba en la acera. Cerró la puerta estrecha del personal jerárquico y echó el llavero en el bolsillo del sobretodo. Ahora tenía en la mano la llave del auto. Para entrar por la puerta izquierda, bajó a la calzada, desactivó el seguro y llegó a apoyar la mano en el picaporte.
Un solo cachiporrazo del tubo de arena fue suficiente para hacerlo caer boca abajo. Lo di vuelta, metí la mano en el bolso deportivo y le introduje en la boca un chorro del jarabe somnífero.
Antes de inmovilizarle las manos y los pies con las esposas y los grilletes, lo acosté en el asiento trasero; luego estiré las mangas del sobretodo y las bocamangas del pantalón. Una vez que estuvo cómodo y repantigado, no me pareció adecuado taparle la boca con la cinta de embalar: sólo era un hombre dormido en el asiento trasero de un auto.
* * *
El auto tenía suficiente nafta para llegar desde Nueva Pompeya hasta el partido de José C. Paz. Un excelente Rover, que unas seis horas más tarde hice desbarrancar y desaparecer en las aguas del río Reconquista.
Resultó ser de sueño pesado. Ya en la sala de la capilla, entornó un poco los ojos, cabeceó y siguió durmiendo, mientras yo le quitaba el sobretodo, el saco, el pulóver, la corbata, la camisa, los zapatos, las medias, el pantalón, la ropa interior. También lo liberé de la esposa de la mano derecha.
Una vez que lo senté en la silla de plástico, lo envolví con una soga gruesa; sólo las vueltas necesarias para que quedase por completo inmovilizado: incluían parte de su torso y el respaldo de la silla, y parte de sus piernas y las patas de la silla, pero dejaban al descubierto manos y pies.
A su derecha puse una mesita; sobre ella, una jarra repleta de agua y un vaso.
Entre tantos ajetreos, ya se habían hecho más de las diez de la noche: empecé a sentir hambre. En la casa había quesos, fiambres y galletitas.
Después de calmar el apetito, me lavé los dientes.
El tacho de aluminio, que había pertenecido a mi abuela, era una reliquia de la década del 50. Esos tachos descomunales donde, en la época anterior al lavarropas, las mujeres dejaban la ropa en lavandina. En el fondo puse el sobretodo, que era la prenda más grande. No quise curiosear bolsillos ni billeteras ni documentos. Para mojar aquella pequeña colina de ropas de buena calidad fue necesario emplear el contenido íntegro de una lata de querosén. Al concluir la combustión, entre las cenizas del fondo quedaba algún vestigio metálico de llaves o cosas así. Una semana más tarde todo fue restituido a su legítimo dueño.
Cuando volví a la capilla, lo encontré despierto. Me pareció que no alcanzaba a comprender su situación. Temblaba.
—No es para menos, mi querido amigo Cacho. Hoy es un día muy frío y usted echa de menos su ropa. Claro que las sogas lo abrigan algo, pero no pueden compararse con sus prendas de excelente calidad, una verdadera pena haberlas incinerado.
Entonces empezó a insultarme con términos vulgares que prefiero no repetir.
—Oh, caramba, caramba, qué vocabulario restringido y pobre. No me agrada, apreciado Cacho, oírle decir esas frases soeces. A fin de terminar lo antes posible con esta escena chocante, voy a explicarle lo que vamos a hacer.
—¡Vos sos un ladrón! ¡Me robaste el auto y la ropa! ¡Te voy a meter preso por el resto de tu vida, para que te pudras en la cárcel!
—Error, error, mi querido vecino. Creo que usted no me entiende: ni soy ladrón ni voy a ir a parar a ninguna cárcel. Le informo que, como no admiro su oratoria, voy a taparle la boca con cinta de embalar.
Sólo pudo hacer corcovear un poco la silla.
—Es posible que usted, mi querido Cacho, recuerde a Osiris. Era un bello siamés, un gato dulce y afectuoso que nunca le había causado mal a nadie.
Con convulsos movimientos de cabeza y de los ojos, pareció que quería oponerse a mis palabras.
—Usted le gastó a Osiris una bromilla. El gato creyó que usted, desde la ventana de su departamento, le arrojaba una albondiguita de carne y huevo. Y resulta que no: mezclados con el huevo y la carne picada había unos veinte gramos de un polvito blanco llamado carbofuranex. Un simpático polvito que, dicho sea de paso, se produce en su fábrica. Suministrado a humanos o a animales, les quema las entrañas, les obstruye las vías respiratorias y los hace morir en medio de atroces dolores.
Apoyé el mentón en la palma de la mano izquierda y fingí rememorar:
—De aquella manera murió Osiris: sin tener ninguna culpa y sin posibilidad de defenderse.
Con ademán casi mágico exhibí, entre índice y pulgar, una bolita de carne picada.
—Esta albondiguita, mi querido humorista amigo, es similar a la elaborada por usted para matar a Osiris: forman parte de ella veinte gramos de carbofuranex. Supongamos que yo libere sus labios de la cinta de embalar y que con mis dedos le apriete la nariz; tarde o temprano, usted tendrá que abrir la boca para respirar, y a mí me resultará muy fácil hacerle tragar la albondiguita venenosa.
Nunca imaginé que los ojos de una persona pudieran dilatarse tan enormes, nunca imaginé que una persona pudiera transpirar esos torrentes angustiosos.
—Sería inhumano, de mi parte, hacerle sufrir a usted (todo un ingeniero químico, un industrial exitoso, el marido de una mujer fina, el padre de dos bellas hijas) los mismos dolores terribles que padeció Osiris, que no era más que un despreciable animal.
Sopesé un instante la bolita en mi mano derecha.
—No, decididamente, usted no merece una muerte tan cruel. De modo que voy a arrojar esta albondiguita al inodoro.
Entré en el baño. Sin cerrar la puerta, tiré, en efecto, la bolita al inodoro, pulsé el botón e hice correr el agua.
Luego me dirigí al cuarto de al lado. Allí estaba la pajarera. Sus habitantes se hallaban equilibradamente distribuidos en los tres pisos. Gracias a sus ruedas, me resultó muy fácil trasladarla a la sala.
—En esta pajarera no tenemos canarios ni chingolos: tenemos nueve gatos, tres por piso. Se han desarrollado fuertes y sanos, ya que yo tuve la precaución de alimentarlos de manera adecuada. Pero, por desgracia para ellos, ahora hace tres días que no prueban bocado: tienen bastante hambre y es posible que eso los torne un poquitín agresivos.
Abrí las tres puertas de la jaula. Sin mayor prisa, y con su elegancia cautelosa, los nueve gatos se diseminaron por la sala.
—Voy a llevar la jaula al exterior: no sería justo que usted tuviera que soportar el olor de los excrementos y de la orina.
Así lo hice. En seguida barrí el piso y pasé un trapo con detergente.
—El huésped tiene derecho a un alojamiento limpio. Ya habrá visto, mi querido amigo, que a su derecha hay una mesa, con una jarra de agua y un vaso: si no realiza movimientos bruscos, con la mano libre de ese lado le será muy sencillo beber, en caso de tener sed. Oh, a propósito, casi me olvido. Discúlpeme un segundo.
Volví con los dos bebederos automáticos; los coloqué en el suelo. Eché una mirada en derredor:
—Son gatos ordinarios. No pueden parangonarse con Osiris; sin embargo, podríamos decir que, simbólicamente, estos gatos son hijos de aquel gato. Y que, parodiando a Borges, todos los gatos son un solo gato.
Delante de mi único espectador, me preparé para el monólogo central de la comedia.
—Ahora, señores gatos, tendrán que ganarse la vida. La capilla es limpísima y hermética: no van a encontrar ni siquiera una cucaracha, y mucho menos lauchas ni ratas. Ustedes, bellos felinos carniceros, saben valerse por sí mismos. Puesto que hay comida en abundancia, no se producirán casos de canibalismo. Tal vez les cueste al principio morder o desgarrar volúmenes grandes. Pero, por ejemplo, las orejas o los dedos o la nariz o el pene o los testículos no ofrecerán ninguna dificultad; pueden empezar mordiendo y desgarrando esos aperitivos y luego continuar con el resto del material comestible.
Los gatos recorrían —curiosos como son— todos los rincones de la capilla. Algunos marcaron su predio frotándose contra los muebles.
Cuando le quité a Cacho la mordaza para que, llegado el caso, pudiera beber, ni siquiera habló.
—Lo felicito, mi querido amigo: sería inútil gritar para pedir auxilio: la capilla es como una tumba sellada, hundida entre los eucaliptos y rodeada por un muro que la aísla de un lugar donde, por otra parte, nunca hay nadie.
Apagué la luz y, antes de cerrar la puerta, me despedí:
—Hijos de Osiris: espero que no me extrañen. Vuelvo dentro de ocho o diez días: para dejarlos en libertad y para trasladar los restos de comida al tatetí de los árboles.
Este cuento fue publicado dos veces:
- a) En español
Fernando Sorrentino, El centro de la telaraña, y otros cuentos de crimen y misterio, Buenos Aires, Editorial Longseller, 2008 y 2014.
- b) En italiano
Il filetto degli alberi (2009). [El tatetí de los árboles] (traducción al italiano de Mario De Bartolomeis). Osservatorio Letterario (direttore: Melinda Tamás-Tarr Bonani), Nº 69-70, Ferrara (Italia), luglio-agosto/settembre-ottobre 2009, págs. 16-20.
FerS
Fernando Sorrentino nació en Buenos Aires el 8 de noviembre de 1942. Es profesor de Lengua y Literatura. En 1993 dictó una serie de conferencias sobre aspectos de la literatura argentina en once universidades de los Estados Unidos. Aunque es autor de una extensa obra ensayística, publicada en diversos periódicos y revistas, su género preferido es la narrativa y, dentro de ésta, especialmente el relato breve. Sus cuentos se caracterizan por entrelazar de manera muy sutil, y casi subrepticia, la realidad con la fantasía, de manera que el lector no siempre logra determinar dónde termina la primera y empieza la segunda. Suele partir de situaciones muy «normales» y «cotidianas» que, paulatinamente, se van enrareciendo y convirtiéndose en insólitas o intolerables, pero siempre recorridas por un arroyo sinuoso de espléndido y sorprendente sentido del humor.
El cuento es muy bueno, en serio. Lo que a mi como médica psicoterapeuta me molesta horrores es su delectación (¿se dice así?) en los sufrimientos tanto del hermoso Osiris, amo los gatos siameses, como del hijo de puta de Cacho. Además de mi falta de condiciones como escritora, no me hubieran dado los dedos para todos los detalles. Ya se que son fantasía, pero no se olvide que soy psicoanalista y … que— Gracias por mandarme el cuento.
Ay Fernando! Excelente el cuento ,pero mi cabeza se dispara en otro sentido. y si la asesina hubiera sido la gorda ordinaria, resentida y celosa ? Amo los gatos y los siameses son bellos. Tuve un gato blanco que murió de la misma forma. Pero sin gritos ni aspavientos. Nunca supe ni sospeché quién sería el autor de esa desgracia de la familia, tenía como ocho años con nosotros. Pero la vida y el universo se habrán encargado de darle un escarmiento al asesino. En tu caso , el papá de las mellizas fue astuto, detallista y muy frío para llevar todo a cabo. Suerte que vivo en Cba. No me gustaría tener un vecino con un gato siamés !! jajajjaja Rosita
Como siempre, un cuento de Fernando no puede dejarse a mitad. El argumento va llevando sin pausa hacia el final, inesperado o no. Gracias por el envìo, estimado amigo. Alicia Règoli