El comercio de sal en Buenos Aires por Susana Boragno

En los primeros tiempos de la colonia, la sal era traída de Cádiz. En general fue un producto que escaseaba y en muchos casos era acaparado por los comerciantes. Hubo casos donde el Cabildo, secuestró toda la sal, para luego venderla a precios razonables, para evitar el faltante. La sal se utilizaba en grandes cantidades para hacer el tasajo, mantener la carne en condiciones para su consumo. Era una industria muy primitiva, que permitía su conservación y poder exportarla a Cuba y Brasil, los principales compradores de carne.

                                                             por Susana Boragno

A medida que se fue transitando por el vasto territorio se localizaron salinas. Tal es el caso del vecino y estanciero de Luján, Don. Domingo de Izarra en 1668, quien recorre la zona sur bonaerense, y encuentra unas eflorescencias salinas cuyas capas blanquecinas revestían el suelo de las inmediaciones. Por ese motivo, a la zona se la denominó Bahía Blanca. 


El historiador Juan Beverina publicó en 1929 «Las expediciones a las salinas» donde detalla estas riesgosas jornadas. Algunos de esos datos acompañan esta nota.


Dada la escasez de sal en Buenos Aires, se creyó conveniente autorizar a los vecinos para que vayan a buscarla. Los primeros viajes estuvieron en manos de particulares con escasas garantías de seguridad. A partir de 1716,  se encargó el Cabildo de organizar las expediciones oficiales a las Salinas Grandes. Se aconsejaba salir en octubre o noviembre para que los pobladores de la campaña tuvieran tiempo de volver a recoger sus cosechas. Además, en este periodo, era más fácil encontrar agua y pasto para los bueyes y para el ganado que llevaban para el consumo durante el viaje.


El gobernador emitía un bando donde se indicaba: fecha de salida, lugar de reunión de las carretas, composición de la escolta, nombre del jefe militar a quien se confiaba la empresa. Los puntos de reunión eran Luján, la Guardia de Luján (hoy Mercedes) y la laguna de Palantelen.


Los concurrentes quedaban sujetos al régimen militar, teniendo el jefe, amplia facultad para conservar el orden y la disciplina. Durante la noche se hacía un cerco de carretas rodeando el vivac, se custodiaba el ganado para evitar robos o dispersión.


El Cabildo proveía con  los fondos «propios»,  la logística, es decir el dinero necesario para los gastos de la expedición: alimentación  y sueldo del personal de la escolta, del cirujano, del capellán, del baqueano, obsequios para los indios (aguardiente, yerba, tabaco azúcar, etc).


El Cabildo cubría estos gastos con el impuesto que debía pagar cada carreta, a razón de una fanega.. o una fanega y media de sal de acuerdo a los costos del viaje. Una fanega representa trece arroba y una arroba 11 kilos aproximadamente. Cada vehículo podía cargar de 16 a 18 fanegas de sal, que luego vendía en Buenos Aires, a buen precio, lo que explica la abundante concurrencia de carreteros.  


La distancia a cubrir era de 118 leguas, a razón de 6 leguas diarias. Debían sortear lugares difíciles, cargados de peligro, porque tenían que cruzar el Río Salado que era territorio del indio. Siempre estaba latente el fantasma del malón. Los grupos eran escoltados por los Blandengues, fuerza militarizada acompañados por algunos cañones de pequeño calibre con su respectiva dotación de artilleros.  Esto les permitía  mantener en respeto a los  indios. Las estampidas también eran utilizadas para rendir honores a los caciques que se sentían muy alagados, a pesar del susto.


El interés de los indios era cambiar sus tejidos pampas, piedras, etc. por aguardiente, yerba, azúcar, tarea realizada por los bolicheros que acompañaban la expedición.


También en las crónicas se relata que en estas caravanas se disfrutaba de la danza, la música y del canto, costumbres que empezaban a arraigarse en sus tradiciones.


Una vez que llegaban a las salinas, se organizaba el campamento, redoblando las medidas de seguridad y diplomacia porque estaban en total territorio del indio.


Se comenzaba inmediatamente la extracción con una barreta de hierro que rompía las capas de sal. Se amontonaba en forma de pirámides y se lavaba el barro que pudiera tener con agua de la laguna.  A continuación se la dejaba escurrir para luego cargarla en las carretas. Cuando todas las carretas estaban cargadas se iniciaba el viaje de regreso a Buenos Aires. La codicia de algunos carreteros, que no seguían las recomendaciones del Jefe y se excedían imprudentemente con la carga, hacía demorar la marcha por la frecuente rotura de ejes y ruedas.


Llegando el convoy a destino, se pagaba el impuesto, quedando liberados los carreteros para iniciar el comercio en Buenos Aires.


En 1786,  se pensó en incluir un topógrafo en las expediciones, encargado de reconocer los caminos, para evitar pérdida de tiempo. Se pensó también  en levantar en destino,  un plano del lugar, para poder construir una población y fortaleza que los resguardara de los indios. De esa manera se hubiese podido reducir costos y evitar los riesgo a los que estaban sometidas las caravanas. Si bien los planos fueron presentados, nunca se llego a construir la fortaleza.


El Diario La Nación se ocupó de relatar estas expediciones, publicando el 6 de julio de 1969, un artículo de Raúl Ortelli en el suplemento literario. Recuerda que en 1778 la expedición contaba con la participación de 600 carretas, con sus capataces, carreteros y peones, con un total de 900 personas. Se sumaban unos doce mil bueyes y 2600 caballos acompañados por una escolta de 400  hombres. Había empresarios de la sal que participaban con 150 carretas, otros con 10 a 15  y otros que iban con una.


En Mercedes, la esquina de las calles 26 y 29 se conoció por muchos años como la «esquina de la sal», lugar desde donde partían las expediciones. Interesante es imaginar la escenografía de los preparativos de esas grandes expediciones que duraban unos cuatro meses.


Poco antes de la Revolución de Mayo se preparó un nuevo contingente. Esta tuvo la particularidad de permitir la presencia de mujeres. Los blandengues y milicianos se negaban a ir sin las llamadas fortineras. Se sumaron unos 30 perros amaestrados para atizar los bueyes en caso que se encajaran o para recoger el ganado cuando se dispersaba.


Vengo de las salinas, soy carretero

(…)

¡A la huella, a la huella buey delantero!

¡De las salinas vengo, soy carretero! 

Coplas del carretero, Albor Húngaro

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