Cuando la costanera era la costa por Ricardo Tarnofky

Espigón Abanico, en la Costanera Norte UN POCO DE HISTORIA 
        Hubo un tiempo en el cual más allá de la Avenida Costanera sólo había agua y arena arcillosa oscura configurando una angosta playa. Así era en la Costanera Sur de la Ciudad de Buenos Aires, que marca el límite urbano entre la Ciudad y el Río, que se distinguió por su esplendor durante casi cuatro décadas desde la inauguración del Balneario Municipal en 1918. Tres años después, se concluyó el primer tramo de la Avenida Costanera Sur y ese sector de la Ciudad se transformó en la atracción preferida de los porteños. Un murallón con escaleras al río y una pérgola semicircular le aportaron identidad al Paseo.
        Unos pocos años después, dos arquitectos húngaros radicados en Buenos Aires, los hermanos Kálnay, construyeron el edificio para la Cervecería Munich jerarquizando el Paseo. Su propuesta arquitectónica constituye un verdadero ícono urbano de aquellos tiempos que aún hoy permanece, reciclado, para otra función: el Centro de Museos de Buenos Aires.
Muchas otras obras ratifican el importante aporte arquitectónico de esos dos arquitectos al paisaje urbanístico de la Ciudad.
        Se celebraban entusiastas carnavales junto al río “color de león”, como bien lo coloreó en su prosa Leopoldo Lugones. En los terrenos adyacentes, se emplazaron restaurantes, bares y confiterías con escenarios por donde desfilaban cientos de artistas con espectáculos de varieté, conjuntos musicales y cantantes, para que disfrute el público desde sus mesas al aire libre y había pistas de baile donde las parejas expresaban los ritmos de la época: tangos y milongas, valses y pasodobles, foxtrots y rumbas… 
        Por el contrario, la Costanera Norte, todavía en los comienzos de la década de 1950, era absolutamente desolada aun con el flamante Aeroparque, única fuente ruidosa en esa zona.  Sin duda, el mayor atractivo para ir a la Costanera Norte era la pesca.
En aquellos tiempos sólo contradecía esa desolación la sede social del prestigioso y exclusivo Club de Pescadores de la Ciudad de Buenos Aires con su imponente edificio y su longilíneo espigón de quinientos metros que parecía, y aun hoy parece, un ariete empujando el horizonte. Pero, también en esos años, esta zona de la costa metropolitana comenzó a crecer. Lentamente. No ganando tierras al río que se asemeja a un mar. Simplemente, se construyeron tres espigones para pescadores con acceso a todo público, libre y gratuito. Dos de ellos gemelos, similares por su extensión al del Club de Pescadores, y otro totalmente diferente, con forma de anillo, pero no de planta circular sino, más precisamente, de abanico. Tengamos en cuenta que ese Club se encuentra emplazado en la prolongación de la Av. Sarmiento, y los nuevos espigones se encuentran más allá de la calle La Pampa.
        Inicialmente, todos tuvieron iluminación, piletones con agua corriente y un local sanitario, pero, desgraciadamente, esas comodidades fueron desactivadas muy pronto. Gente desaprensiva los desmanteló con el consiguiente perjuicio para los usuarios naturales: los pacientes pescadores.    

CUANDO LA COSTANERA ERA LA COSTA

         Para los adolescentes de aquella época, a mitad del siglo veinte, una buena opción para divertirse los fines de semana en Buenos Aires, durante el verano, era ir a pescar a la costa porteña.

         Una alternativa podía ser el Puerto, entre los barcos anclados, donde, con sus derrames de cereales en las aguas oscuras, funcionaba como un imán para los peces.

         Hacia el sur, más allá de las dársenas, diques y amarraderos, se extendía la Avenida Costanera Sur. Una muchedumbre lo invadía todo: el Balneario Municipal, los bares y confiterías cercanas, y la rambla con su  parapeto de defensa acariciado o castigado por las aguas del Mar Dulce, tal como lo bautizó el intrépido Solís hace cinco siglos.

Expectantes, arrimándose al extenso murallón, gran número de pescadores ponían a prueba su habilidad y su suerte con sus cañas y espineles, mientras otros se acercaban a curiosear, a preguntar como se llama este o aquel ejemplar, o simplemente a tirar piedritas al agua.

         Al norte del Puerto, era diferente. Pasando el Club de Pescadores, el hito de la costa más conocido, la gente que concurría tenía, diríamos hoy, otro perfil. Con mayor o menor experiencia, todos eran pescadores. Ahí no había motivos para la distracción. No había gente deambulando ni puestos de comida, no había chicas en malla. El objetivo excluyente era pescar.    

            En los años en que transcurre este relato, aún no existían las “Piletas de Núñez”, tampoco la Ciudad Universitaria ni Restaurantes. Los primeros “carritos de la Costanera” estaban mucho más al sur. 
            Con posterioridad, se empezó a modificar la traza del límite costero ganando tierras al río: la frustrada Ciudad Deportiva de Boca, Costa Salguero, Punta Carrasco, la Reserva Ecológica,…  
Hoy, en algunos tramos, el murallón costero aparece como vestigio arqueológico, como una curiosidad. Quienes se atreven a pescar en las aguas contaminadas, son otra curiosidad.

LOS PREPARATIVOS

        Llevábamos una buena provisión de carnada viva, la habitual: lombrices terrestres. Las buscábamos durante la semana escarbando la tierra aquí y allá: en alguna plaza, al pie de los árboles de la calle, en los terrenos que acompañan las vías del ferrocarril, en los jardines de familiares y amigos. Para conservarlas, las colocábamos en un recipiente con tierra.
Así, las manteníamos hasta el momento de ir a pescar. 
        Utilizábamos algunas alternativas que muchas veces nos dieron buenos resultados. Para esto contábamos con un valor agregado poco común: uno de los integrantes del grupo de amigos era el hijo del almacenero del barrio. Teníamos la oportunidad de disponer, sin limitación,  las materias primas para preparar y experimentar distintos señuelos para pescar: masas y trocitos de productos elaborados. Para estos últimos, cubeteábamos una rodaja de mortadela, un salamín o algún queso consistente con fuerte aroma. Hasta lo intentamos con rodajitas de salchicha vienesa, sin éxito. Para las masas había que trabajar un poco mezclando harina de maíz y harina de trigo, empastándolas con agua y leche, saborizándolas con esencia de vainilla, o azúcar, o sal, o galletitas dulces trituradas… para ofrecerles un atrayente manjar a las glotonas bogas de refinado paladar que, según nos enteramos por pescadores experimentados, les encantaban. 

         Por supuesto que siempre estaba la posibilidad de sacrificar algún pez pequeño, mojarra o bagre, para ofrecer un menú más amplio para la  variedad de peces que nos ofrecía el Gran Río. En especial, esto último, cuando el objetivo era capturar a alguno de los predadores del Norte que se aventuraban a surcar estas aguas: el surubí con su enorme boca, la tararira, el espléndido dorado y el mítico manguruyú del cual algunos hablaban pero, en verdad, nadie había visto en estas latitudes.

EPISODIO INSÓLITO

        Un caluroso día de enero nos instalamos desde la mañana muy temprano en el espigón “abanico”, que era nuestro sitio preferido. Los cercanos espigones rectilíneos se alejan más de la costa por lo que se presume aguas más profundas y en consecuencia peces de mayor tamaño. Pero, en el anchísimo Río de la Plata, es común encontrar, en cualquier sitio, un banco de arena a muy poca profundidad. Además, el espigón abanico tenía un atractivo muy particular generado a partir de su forma: un elemento lineal apoyado sobre largas patas que penetran las aguas leonadas hasta apoyarse en el fondo terroso, semejante a un enorme ciempiés que se enroscó hasta morderse la cola.  
        Ese día no se divisaba en el cielo celeste una sola nube pero, en el momento de nuestra llegada nos recibió una bruma mañanera que, como había ocurrido otras veces, sería disuelta por los implacables rayos del sol del verano. El color del cielo fue virando, en poco tiempo, desde un celeste pálido, grisado, hasta un tono más intenso, más saturado, más azul. Mientras, una suave pero persistente brisa proveniente del río pronosticaba hacernos más tolerable la larga jornada que nos esperaba.
        Hacia el mediodía ya teníamos en nuestro poder los suficientes pescados como para preparar una discreta degustación; al finalizar el día esperábamos pescar lo suficiente para disfrutar de una abundante cena y tal vez, como ocurría en algunas oportunidades, para regalar a familiares o vecinos.
        Unas horas después sucedió un hecho insólito que llamó poderosamente nuestra atención y la de todos nuestros vecinos pescadores. A unos trescientos metros en dirección sur, sobre la rambla, debajo de la copa verde de un pequeño árbol, se divisaba un resplandor intermitente con atractivas coloraciones. Ninguno sabía a que atribuir ese fenómeno y decidimos averiguarlo.
        Mientras dos de los integrantes del grupo se quedaron a cuidar nuestras pertenencias y siguieron  pescando, los más curiosos nos dirigimos en dirección a la luz relampagueante.
A medida que nos acercábamos, visualizamos una gran cantidad de curiosos como nosotros atraídos por el mismo motivo, rodeando al arbolito.
        En el centro de ese amontonamiento de gente, pendiente de una rama, como si fuera un móvil giratorio y pendulante a la vez por la acción del viento, reflejando los destellos chispeantes, inexplicables desde lejos, descubrimos un enorme pez escamado: tonos verde oliva en la cabeza y el dorso, amarillo vivo en los flancos, el vientre anaranjado, las aletas lo mismo pero de tonos más saturados,… En síntesis, una obra maestra de la naturaleza, una belleza.
        Era el premio mayor, con su enorme cabeza, la boca oblicua y su poderosa dentadura con dos filas de dientes cónicos puntiagudos. Se lo conoce como “el tigre de los ríos” por su combatividad. Era un enorme y hermoso ejemplar de “dorado”, llamado “pira-yú” en la voz de los guaraníes, el que todos queríamos pescar alguna vez.

         No sería exagerado considerarlo el Rey de los Ríos. No es el más grande, pero su tamaño es importante, es un excelente nadador y un acróbata saltando para sortear obstáculos o para liberarse del acero clavado. Su magnífica coloración lo destaca sobre toda la fauna ictícola que habita la gigantesca Cuenca del Plata, desde más allá del norte argentino, en pleno territorio brasileño, hasta su derrame final en el inmenso y majestuoso Río de la Plata.

¡A PESCAR!

        Alguno prefería ubicarse en el punto más distante desde el acceso al espigón abanico, por delante sólo el ancho río que se extendía mucho más allá del horizonte.
Otros lo hacían hacia el borde interior del anillo, sobre todo desde el día en que un pescador afortunado capturó un enorme surubí que luchó por su vida hasta el punto de quebrarle la costosa caña recién estrenada.          
        Alistábamos algunas líneas de mano con varios anzuelos en tándem cada una, cargados de lombrices y otros señuelos, con plomadas que revoleándolas sobre nuestras cabezas lanzaríamos para fondearlas lo más lejos posible, en distintas direcciones. Siempre, alguna, por sobre la baranda interior, desde aquel día del notable surubí; otra, bajada verticalmente entre las patas de hormigón del espigón ciempiés.

         Este procedimiento de pesca no entusiasmaba a ninguno del grupo, no se necesitaba ninguna habilidad especial, pero cada uno de nosotros tenía presente que de esa forma estaba garantizada la cena de esa noche.

         El disfrute principal era la pesca con caña, pero no una caña sofisticada con hilo de nylon y reel. Una simple caña, hilo especial de algodón, una boya y un solo anzuelo. Así de sencillo: un pescador, un anzuelo y un pez. Tal como lo hacían Tom Sawyer y su amigo Huckleberry, según nos narraba Mark Twain en la Colección Robin Hood. Estaban en juego la habilidad de quien pesca y la de quien intenta comer sin que lo atrapen. Paciencia y adrenalina por un lado, instinto y reflejos por el otro.

EL CREPÚSCULO Y JORGITO

        Cuando el sol comenzaba a ocultarse tras la vegetación lejana de los bosques de Palermo, guardábamos nuestros equipos de pesca. 
        Los peces capturados los habíamos mantenido frescos, a lo largo del día, sujetándolos con aros de alambre, enhebrándolos por la boca y una de sus agallas, sumergiéndolos de inmediato en las aguas opacas del río hasta el momento mismo de emprender el regreso. Eran verdaderos collares con dijes vivientes que se contorsionaban, tratando de escabullirse a su habitat acuático, cada vez que le agregábamos un nuevo ejemplar.
        Pero, para completar la jornada al aire libre y emprender el regreso a nuestras casas faltaba que aparezca en escena, como lo hacía siempre, el pintoresco Jorgito, un personaje notable.
En aquel caluroso verano del 52, el poderoso sol se hundía tras la arboleda lejana dando paso al crepúsculo. Entonces, él se acercaba a la Avenida Costanera Norte, próximo a “nuestro” espigón abanico, montado en su triciclo a pedal cuidadosamente carrozado con chapas metálicas brillantes que despedían llamativos destellos plateados con los últimos rayos del sol. Siempre se hacía presente con su chaqueta y su gorro impecablemente blancos, prolijamente planchados con almidón.
        Mientras se aproximaba, pedaleando sin apuro, esbozaba una sonrisa que denotaba su satisfacción por sentirse bien recibido por todos los que lo conocíamos y adulábamos por su habilidad sin competencia. Cuando por fin se detenía, podíamos ver, bajo sus espesas cejas, pequeños ojos oscuros aunque vivaces y brillantes, siempre parecía recién afeitado, sus mejillas enrojecidas, y su bigote tupido y renegrido… analizado formalmente… a mitad de camino entre el de Chaplin y el de Groucho Marx.
        Se detenía al llegar a la rambla, saludaba a viva voz, bajaba de un salto y entonces, como en una actuación ritual, con movimientos aparatosos, teatrales, sabiendo del regocijo de quienes lo rodeaban, comenzaba un verdadero espectáculo: levantaba, rebatía, extraía,… extendía, abría, corría,… giraba…, desplazaba…, ajustaba…, las distintas partes y dispositivos de su sorprendente e insólito vehículo utilitario.  A los pocos minutos, el “transformer” empezaba a humear. Era el centro de atracción irresistible y nadie estaba dispuesto a privarse de los estupendos chorizos “alla pomarola” que elaboraba el “tano” Georgio, o  como él prefería que lo llamasen, Jorgito. 

Agosto de 2008
Corregido: Noviembre de 2010

Ricardo Tarnofky
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