Historias del barrio de Núñez – LA HISTORIA DE ATANASIO

Un barrio no son solo lugares calles y nombres es, sobretodo, historias humanas que lo llenaron y dieron vida. A un barrio se lo recuerda y menciona cuando allí vivieron y actuaron personas que le dieron linaje, cultura, ciencia, acontecimientos historicos y politicos. Pero no solo eso, hubo también dramas y penas humanas. Todo ello es parte del alma de la memoria de un barrio.

Quién se acuerda de aquél día en el cual regresando los carros de basureros, siempre corriendo carreras, atropellaron en Manuela Pedraza a una chica de solo 8/10 años que murió al rato? y quién recuerda al conductor abrazar desesperado y sentado en el adoquinado aquél pobre pequeño cuerpo gritando hacia al cielo «perdoname, perdón Dios mío!…» y a su grito se lo escuchó por cuadras y cuadras… Fue una de las historias tristes de Núñez.

Esta es otra de ellas.

Era el año 1947 cuando mi familia llegó a Argentina, y a Núñez, el barrio.

En la calle Campos Salles y 3 de febrero el viejo alquiló un departamento nuevito y teníamos como vecinos a una familia española, los llamaré «gallegos González»… el padre Severino, socio de un almacén, a la mamá, robusta ama de casa y cocinera, la llamaban doña Mariángeles, y el hijo único, Atanasio.

Nosotros, los de la barra, con los años crecimos y supimos y nos dimos cuenta que Atanasio no era el «gallego pillado que no le da pelota a nadie» pero sufría de un raro síndrome que le desdoblaba la personalidad, y no solamente…

Siempre un poco introvertido era con nosotros casi normal, y digo casi pues pudimos palpar su síndrome que se agravaba cuando quiso contarnos la historia de su mamá y de su papá…

La de la madre la contaba casi a diario, y a nosotros nos daba pena hacernos los osos y no escucharlo… La historia del padre nos la contó dos días antes del trágico desenlace que sucedió. Yo intento transcribirlas lo mejor posible basado en mi memoria y las palabras y analogías que usó Atanasio.

De su madre contó que en España era cocinera, de familia de la alta y que le pidieron, en el pueblo donde vivían que festejaba aniversario, una tortilla enorme para venderla en la plaza a la gente… Cuando redoblaron las campanas de la iglesia, siguió contando el Atanasio, convocando a la fiesta, vieron salir de la casa a su mama vestida de blanco cargando un enorme bulto cubierto de lino, blanco él también. Era tan grande la tortilla que a su paso había que desplazar a la gente en fila curiosa…(¡!). Y lo vimos a Atanasio hablar seriamente y con convicción… ahí no tuvimos dudas… Dijo también que el ayuntamiento pagó bien la tortilla a su mama pero desgraciadamente le quedaron la migajas, pues el párroco se quedó con casi todo invocando su «generosa limosna a los pobres…».

Esta historia la repetía siempre y a todos, y la pobre madre, para justificar, decía «el problema de mi hijo es el aire del Rio de la Plata que es tan húmedo que se le sube a la cabeza». ¿Qué otra cosa podía decir una pobre madre? Pero a pesar de ello nunca nadie la vio más hacer tortillas, pues según informó Atanasio, cuando la mamá comentó una vez a sus amigas argentinas…» digan lo que digan pero huevos españoles como los de mi Severino nunca más los vi como para hacer una tortilla decente!…» una chistosa, según parece, se permitió comentar en voz baja: «¡si viese los huevos de mi marido!».

La historia del padre en cambio se caracterizaba por notas tragicómicas y al mismo tiempo era la antesala del drama que vivimos todos en el barrio.

Es que el padre tenía al comienzo un gran criadero de pollos, contaba con orgullo Atanasio, en un populoso barrio obrero y llegó a tener, por su empeño y laboriosidad, como unos 500 pollos bien en salud y cacareantes, y tanto cacareaban y cantaban los gallos ya a las 4 de la matina que los vecinos lo denunciaron a las autoridades por graves disturbios a la quietud publica popular obrera y le impusieron al final que debía mudar el criadero.

Durante dicha mudanza de volátiles, la mala leche quiso que el camión volcase en una curva y los pollos, en masa, cada cual eligiendo su rumbo…, dijo Atanasio, que en la región por dos meses nadie compró pollos y que pasando al mediodía por las calles ¡se olía un exquisito olor a pollo al horno!.

A raíz de todo ello, el papa de Atanasio don Severino, amargado, decidió emigrar buscando nuevas esperanzas. En Argentina también dio inicio a la cría de pollos, lo que conocía, pero decía que eran pollos criollos muy maleducados y que no entendían cuando les hablaba en castizo culto, y así se lo inculco al hijo Atanasio.

Tenía el criadero atrás de la cancha de River, un día hubo un diluvio con viento terrible, el rio subió y el criadero entero se fue nadando hasta las costas Uruguayas, siguió diciendo Atanasio, y que algunos barcos que estaban navegando vieron centenares de pollos y gallinas cacareando y nadando juntitos en tropilla unida para darse ánimos uno con otros, muchos fueron pescados y acabaron al asador. Fue demasiado para don Severino.

Mientras nos contaba esta historia Atanasio, nos mirábamos compungidos pues se confirmaba la gravedad del síndrome ya lindante con la locura.

Y prosiguió… no solamente abandonó mi papa el negocio de «criación» de pollos, pero les digo que como a las 4 de la mañana yo lo escucho cacarear en sueños y que medio sonámbulo se levanta y mueve de arriba abajo los brazos como si fuesen alas de los plumíferos…

Como ya dije al inicio, nosotros crecíamos y Atanasio cada vez más parecía volver a la infancia más tierna.
Era su cerebro que involucionaba, la niebla de la locura lo estaba envolviendo. Hacíamos lo posible por disimular, lo protegíamos, lo rodeábamos de pequeñas atenciones… nuestros padres nos decían, «pobre pibe, podría ser uno de Uds. y ustedes a los amigos tienen que cuidarlo…».

Nos miraba muchas veces como si nos preguntase «¿para que se molestan?… total…» y era esa su única y amarga percepción de la realidad. Y era lo que más nos llegaba, hiriendo hondo.

Un día, serían las cinco de la tarde vimos ventanas y puertas abiertas en muchas casas del barrio… ¡¿qué había pasado?!… la ambulancia se había llevado de urgencia al Atanasio al Hospital Pirovano. Una hora antes. estando solito en la casa, subió a la azotea y gritando al padre ausente:…¡che papá! ¡No estés triste! mirame, todavía tenés un pollo y puede volar…», se tiró.

Tuvo muchas fracturas, incluida una de cráneo con conmoción cerebral… lo operaron, hicieron lo que pudieron, sobrevivió solo dos días… Dos días durante los cuales hubo en todo el barrio un silencio extraño, era una percepción superior, ese tipo de percepción que no precisa de palabras o gestos para indicar las grandes cosas o momentos. 

Nosotros, adolescentes de la barra, en el buzón rojo de la esquina, sin hablar nos mirábamos y luego bajábamos los ojos para disimular lo que se venía de adentro, nueva y extraña emoción nunca vivida antes, el sentimiento de una pérdida… la vida nos estaba dando una lección terrible de sus designios… aun así, con pena y a sopapos nos estaba formando.

El final siempre llega, para cualquier cosa y para todos, y no permite que regreses atrás.

No me acuerdo, o no quiero acordarme, del velorio y el viaje hasta la Chacarita. En ese cementerio, que es histórico y de descanso eterno de muchos que escribieron muchas historias, incluido el gran Carlos Gardel, o que supieron plasmar poemas y palabras que trascienden el tiempo, pues allí descansa también un humilde chico español que aquí en estas tierras, y en Núñez, tuvo solo el tiempo para soñar con sus fantasías delirantes e ingenuas utopías que nos hacían sonreír.

Un chico, nuestro amigo español, el de la historia de la tortilla de la mamá, que para darle una alegría al papá se quiso transformar en un pollo que volaba, y que así con aquél su vuelo final, nos hizo llorar con las lágrimas más amargas de nuestra adolescencia. Las primeras lágrimas de un joven, las más tristes, las de una pérdida de nuestra adolescencia, adolescencia que sentimos como que estaba acabando.

Creo que esas perlas del alma que inundaron nuestras mejillas fueron su melancólica despedida. Quisimos escribirle nuestro epitafio y no nos dejaron, hubiese dicho: «Ahora podes volar en todos los cielos del universo Atanasio».

Hoy, de canas muy blancas, y escribiendo estas memorias, logro sentir bien hondo ese gran Tango poema de Astor Piazzola… «Balada para un loco» … vení vení volá… pues quien sabe que los locos vivan y sientan cosas que nosotros ignoramos…

Luis el tano

Luis el tano

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