Historia entre dos Barrios por Mario Herbert Lago

Mario Herbert Lago vivió parte de su niñez y adolescencia en el barrio de Villa Mitre. Hoy publicamos su «Historia entre dos barrios» que narra los momentos transcurridos entre los dos barrios que marcaron su vida: Villa Mitre y Vicente López. Esta historia, llena de detalles, emocionará a los que habitaron en esos barrios.

                             por Mario Herbert Lago [email protected] 

HISTORIA ENTRE DOS BARRIOS DE VILLA MITRE A PADILLA

Padilla, viernes 4 de junio de 2004

Hoy visité, después de cuarenta años, la casa donde viví con mis padres. El trasponer su puerta me llenó de emoción. Sabía de la remodelación que habían realizado, pero necesitaba caminar por ese lugar donde pasé una época importante de mi vida. La finca ahora pertenece a la familia Ribeira. Mientras la recorría en compañía de sus actuales dueños, fueron apareciendo momentos allí vividos. La figura de mi madre fue la que parecía recibirme. No, la casa no es la misma, pero mantiene su espíritu. Las paredes son las mismas y también es igual la distribución de sus ambientes, y quienes hicieron el proyecto, realizaron algunos cambios que yo le había sugerido a mi madre. Claro, ella no era la propietaria sino la inquilina y le fue imposible adquirirla.

Transfiero casa ubicada en Estanislao del Campo 453 a escasos metros de la Estación Padilla de la localidad de Florida, en Vicente López, por departamento en Capital Federal.

El aviso apareció en el diario La Prensa en marzo de 1951 y mi madre, que diariamente lo consultaba, lo marcó para mostrárselo a mi hermano Jorge. Papá, por su trabajo en YPF, se encontraba en uno de sus tantos viajes al interior. 

El casamiento de Jorge con Nélida, el 8 de diciembre del 50, hizo que la familia decidiera cambiar el departamento A de la calle Gavilán 1478 por una casa más amplia y así poder compartirla con la nueva pareja. El departamento del barrio Villa Mitre sólo disponía de dos ambientes. La familia estaba compuesta por papá Vicente, mamá Laura, y mis hermanos Jorge, Hugo, Héctor y Laura Mabel. Yo soy el segundo entre Jorge y Hugo. 

Por esa época era muy difícil conseguir departamentos en alquiler y la única solución era la transferencia. La visita a la casa de Padilla la realizó mi madre junto a Jorge y Nélida y dieron el consentimiento. Sólo faltaba que la otra parte se interesara por nuestro departamento. Cuando nos visitaron, en la recorrida llegaron al baño y mi madre les hizo notar que faltaba el bidet, pero que lo comprarían para entregar el departamento en perfectas condiciones. Les contó que yo, en una oportunidad, al salir de la ducha, lo rompí. Para evitar el contacto de mis pies con el piso, siempre pisaba en el inodoro, luego en el bidet, para llegar hasta un rellano de madera junto a unas de las dos puertas para allí secarme. Esa vez, el bidet cedió y se tumbó rompiéndose. 

La transacción se hizo y llegó el miércoles 4 de abril de ese año 51, día de abandonar el departamento para mudarnos a la casa. Como en toda mudanza, el barrio salió a la calle para despedirnos algunos y seguramente para criticar el estado de los muebles los otros. Dejábamos el barrio después de casi seis años…

Allí habíamos llegado, desde Ensenada, en febrero de 1944 por el traslado de mi padre desde la destilería de YPF a la Dirección General en la Avenida Roque Sáenz Peña al 700 de la Capital. Yo no compartía la idea de dejar ese lugar donde había transcurrido mi niñez y adolescencia. Sentía mucha pena al tener que dejar a mis amigos y la cuadra donde estaba ubicada mi querida escuela, justo al lado de nuestra vivienda; la librería de enfrente de, nuestros amigos, los Salvaneschi y el club Villa Mitre, sobre la misma Gavilán al 1500. El día anterior me había despedido de don Elías Arocha, el dueño de la tintorería Argol de Juan B. Justo casi Artigas donde, después de dejar mi sexto grado, comencé a trabajar repartiendo ropa. En esos días de reparto había conocido a Miriam, la hija de una clienta que vivía en la Calle Belaustegui al 2500. Los domingos iba a la Misa de nuestra parroquia de Gavilán y Gaona y yo desde lejos, la contemplaba aunque ella no se interesaba por mí. 

En la cuestión de la mudanza yo no podía hacer nada. era decisión de mis mayores, pero el que sí se reveló fue nuestro gato. Seguramente intuía algo raro y se mostró muy nervioso ante tantos desconocidos en la casa. Cuando llegó el momento de introducirlo en una bolsa para ser cargado en el camión junto a muebles y enceres, salió corriendo por el pasillo y tomó por la calle Gavilán hacia el lado de Galicia. Ayudado por algunos vecinos, el Muchu fue colocado en la bolsa y allí marchó a la nueva vivienda. Con la canaria, esa que yo cacé con la mano en un piletón del club, no hubo problema. Tampoco lo tuvo con el gato porque iba embolsado. El Muchu estaba obsesionado con ella y se pasaba largos ratos contemplándola desde abajo. Mi madre, cuando lo veía tan extasiado, le decía – Te va a venir tortícolis, Muchu..

Mi hermano Jorge con su esposa y mi hermanita Laura fueron con los de la empresa de mudanza. Yo lo hice, un momento después, en colectivo, luego de despedirme de todos y en especial de Luis Cachito Solé, que vivía en la misma cuadra en el numero 1490. Antes de emprender la partida, contemplé por última vez el patio donde pasé tantos años de juegos con mis hermanos y donde mi padre improvisaba la platea para ser utilizado como cinematógrafo y era nuestra alegría y la de algunos vecinos que concurrían invitados a la función. Colocaba la vieja máquina Pathé de 35 mm. sonora en un extremo del patio y una sábana desplegada en el otro para proyectar, entre otras películas, «La última Carrozella», con Aldo Fabrizzi y Ana Magnani. 

Mi mamá se quedó, con mi hermanito menor, limpiando el departamento a la espera del otro camión que a la misma hora iba a salir de la casa que nosotros íbamos a habitar. Todo estaba bien sincronizado. El colectivo de la línea 22, que tomé en Tres Arroyos y Gavilán, me llevó hasta Chacarita y allí ascendí, como me habían explicado, al 203 (hoy 93). Me tenía que bajar en Avenida Mitre y Agustín Álvarez, a una cuadra de la estación Padilla. Me habían sugerido estar atento al llegar a la avenida General Paz porque de allí estaba cerca. Con la ayuda del chofer llegué a destino. Caminé la cuadra que me separaba de la estación mirando todo con mucha atención. Me encontré con una gran fábrica textil que tenía un cartel que decía «Ramírez» (luego Foresti). 

Al final de la cuadra, antes de ascender una escalera que llevaba a la estación, encontré estacionada una camioneta de la empresa de licores Padilla. En ese momento pensé que tendría algo que ver con el nombre de la estación. Todo había sido una casualidad, pues no era así. 

Al trasponer las vías pregunté por la calle Estanislao del Campo y alguien me dijo que allí me encontraba. Cuando mire hacia el 400, vi a mi hermanita que ya estaba andando en su triciclo por la vereda mientras los hombres de la empresa de mudanzas bajaban los últimos muebles. Entré a la casa y la recorrida que hice llegó a tranquilizarme un poco. En la entrada tenía un jardín con un jazminero y constaba de tres ambientes y hall de entrada, cocina y ante cocina, baño y un garaje con un entrepiso. Disponía de un amplio fondo donde ya, el Muchu, había tomado posesión. Allí estaba el lavadero cubierto y un pequeño bañito bajo la escalera que llevaba a una azotea. En un costado del fondo había una gran jaula de material con techo de tejas. Enseguida, allí, instalamos la canaria. 

Eran más de las cinco de la tarde y, ante los deseos de tomar mate, si bien encontramos los elementos, no teníamos a mano ni yerba ni azúcar. Decidí entonces buscar en el barrio algún almacén. No encontré a nadie para preguntar, pero al llegar a la esquina desde donde había visto a mi hermana, noté un negocio sobre Agustín Álvarez y hacia allí me dirigí. Era el almacén de Don Cinto (Chinto) y Doña María. Esta última me atendió. En esa época, el azúcar se racionaba y los negocios la vendían sólo a los clientes. Por lo tanto, me presenté y le dije que recién llegábamos al barrio. Doña María, muy atenta, me dio la bienvenida y me vendió lo que le pedía. Con la preciada carga volví para comenzar la mateada. Tuve que recurrir al viejo calentador Primus, pues la cocina eléctrica instalada en la casa no funcionaba. 

Al rato llegó mi hermano Hugo y después mi madre con Héctor. Llegó la noche y ya sabíamos de antemano cómo nos íbamos a ubicar. La habitación junto al baño, para nuestros padres y el otro cuarto para los recién casados. Esa primera noche traté de dormir en el hall de entrada. Digo que traté porque me pasé llorando al extrañar el otro barrio. Además, la proximidad con la estación hacía que a cada llegada y partida de los trenes, la bocina, además del ruido de las locomotoras, no me permitía conciliar el sueño. Me preguntaba cómo era posible dormir así…

Al día siguiente llegó el juego de dormitorio nuevo comprado por mi hermano Jorge y comenzamos la ubicación de los muebles que viajaron desde nuestra anterior vivienda. 

Así llegamos, tres días después, al sábado 7 de abril de ese año 1951, primer fin de semana en el nuevo hogar. Ese día nos visitó nuestro amigo Ernesto Santiago que vino, desde «el barrio», para conocer la casa. Por la tarde salimos a la calle y enseguida descubrimos a dos vecinas que estaban a escasos metros conversando en la puerta de una de ellas. Luego apareció, desde una casa de enfrente a la nuestra, en el número 436, otra chica que, luego de caminar el trecho que las separaba, se unió a las primeras. Calculábamos que tendrían dieciséis o diecisiete años. Al rato comenzaron a jugar a la paleta. La que vivía allí lo hacía de frente a nosotros y la otra de espaldas. Cuando ésta no podía devolver la pelota y llegaba hasta donde nosotros estábamos, como buenos caballeros, se la alcanzábamos. Eso sucedió, entre sonrisas de ambos lados, en muchas oportunidades. Imaginábamos que las chicas nos estaban dando la bienvenida al barrio. 

Al día siguiente me levanté muy temprano para asistir a la misa de diez en mi antigua parroquia, la Asunción de la Santísima Virgen, de Gavilán y Gaona. Y como siempre, trataba de ver, desde lejos, a esa chica llamada Miriam a la espera de una oportunidad para entablar alguna conversación. Tampoco esa vez pudo ser posible y emprendí el regreso a mi nuevo hogar. 

Allí todavía había mucho que hacer para ubicar los muebles y tenía que dar una mano a mi madre y hermanos. 

El garaje se destinó para taller de electrónica, trabajo que ejercía Jorge por influencia de nuestro padre que, como hobby, desarrollaba en sus tiempos libres. Allí colocamos, también, la máquina de cine con algunas películas. 

Por las noches, me costaba conciliar el sueño y los recuerdos del otro barrio acudían a mí hasta que por fin me dormía. 

En otro fin de semana supimos los nombres de las chicas que conocimos unos días antes. La que vivía en la casa de la vereda que las reunía, era Norma, y las otras dos, las hermanas Nelly y Pocha, pero sólo la última vivía enfrente de nuestra casa junto a sus tíos, el matrimonio Serra que no tenía hijos. El señor Serra trabajaba en el Ferrocarril Belgrano, y por la empresa, había conseguido la vivienda que ocupaba. Muchos ferroviarios se habían instalado allí, en Padilla, desde la década del treinta. 

El 22 de abril comenzó el campeonato de fútbol, pero mi cuadro, Gimnasia y Esgrima la Plata, jugaba de visitante frente a Chacarita Júniors. Todos los fines de semana, del año anterior, cuando jugaba de local, viajaba a La Plata, a casa de la abuela. En compañía de las tías Rosa y Elena, íbamos al bosque para presenciar los partidos. Fue ese año 50 que con la ayuda de tía Elena, preparé un álbum con fotos y versos alusivos a Gimnasia y sus jugadores. Una tarde, cuando estaba finalizando el campeonato de ese año dedicado al Libertador General San Martín, lo llevé a la cancha y directivos y jugadores me lo firmaron. Por ello, el doctor Insúa, presidente del club, me hizo socio gratis. El sábado 27 fui a La Plata y me quedé una semana en la vieja casona de la abuela. El 28 reanudamos la visita al estadio del bosque. Un día, mi tío José me pidió, si yo quería, hacerle un mandado a un amigo que tenía una relojería a la vuelta, en la calle 17 entre 68 y 69. Acepté y esa tarde lo fui a visitar. Álvaro Néstor Courreges, el relojero, quería que lo acompañara hasta Berisso para entregar, esa noche, una carta a una cantante de tangos de la ciudad, llamada Blanca Ramírez; intérprete que actuó mucho tiempo en un bar de la calle 1 frente a la estación, compartiendo el escenario con un músico de temas populares llamado Johnny Wilton. Blanca Ramírez actuó luego, por bastante tiempo, en Radio Belgrano de la Capital Federal. Esa noche abordamos el colectivo número 5 y allá marchamos. Cuando descendimos, caminamos unas cuadras y al llegar a una esquina, me señaló una tenue luz, única iluminación de esa calle de Berisso. Mientras él permaneció en la esquina, yo, con la carta, me dirigí a lo que resultó ser un bar de muy baja categoría. Pregunté por la cantante y el hombre que estaba detrás del mostrador, me dijo que aún no había llegado. Entonces, tal como me lo había dicho el relojero, le dejé la carta para ser él quien se la entregara cuando llegase. En el viaje de vuelta a La Plata, me preguntó si quería aprender relojería. La idea no me disgustó y quedé en visitarlo al día siguiente. El taller lo tenía instalado en el garaje del doctor Refojo, un abogado muy conocido en la ciudad y al día siguiente lo visité. Me hizo colocar a su lado junto a su mesa de trabajo. Para mí todo era nuevo; jamás había visto un reloj por dentro. En un momento entró un hombre trayendo un despertador. El reloj había recibido un golpe y no funcionaba. Cuando el cliente se retiró, Courreges tomó el despertador y luego de quitarle las llaves, le extrajo la tapa quedando la máquina a la vista. Lo movió varias veces como para darle impulso al volante, pero luego de algunas oscilaciones, se detenía. Luego de otros intentos, mientras lo observaba, se lo pedí. Cuando lo tuve en mis manos, le pedí una herramienta señalándola con un dedo pues desconocía su denominación. Luego supe que era una brucela. Como había notado que una vuelta de la espiral estaba enganchada en el registro, la desenganché e inmediatamente el reloj comenzó a funcionar.

-¡Sos un león.! – me dijo. En realidad me dijo que era «un lión». Eso hizo que insistiera en que debía aprender el oficio. A mí me gustaba, pero pensaba en lo difícil que iba a ser convencer a mi madre para que me dejara vivir en la casa de la abuela. Cuando volví a mi casa de Padilla y le sugerí a mi madre mi intención de radicarme en La Plata, a ella no le gustó nada la idea. Por lo tanto, debí insistir por espacio de varios días hasta que por fin accedió. Así me instalé en la vieja casona de la abuela con la alegría de todos, en especial de la tía Rosa. Ella me tuvo a su cuidado cuando en 1937 nació mi hermano Hugo. Yo tenía un año y medio…
Lentamente fui progresando en la compostura de los relojes. Allí en La Plata me quedaba hasta los sábados al mediodía y luego del almuerzo partía rumbo a Padilla. Por un tiempo más, los domingos visité el viejo barrio para asistir a Misa, hasta que una vez dejé de hacerlo. Mi nueva vecina, Norma, comenzaba a interesarme. Y cambié la iglesia de Gaona y Gavilán por Nuestra Señora de la Guardia de Florida. Norma había pensado, como sólo me veía los fines de semana, que yo podría estar internado en un colegio. Cuando se enteró de que estaba estudiando relojería, me dio su reloj Marconi para que le cambiara la correa. Lógicamente, no se la cobré. Y un poco porque el relojero no me pagaba nada de sueldo, salvo algunos pocos pesos para los viajes a mi casa, y mucho por estar cerca de mi amiga Norma, volví al hogar paterno donde instalé un pequeño taller. Me integré a nuevas amistades del barrio y comencé a frecuentar el club Padilla. En febrero del 52, junto a Norma y el grupo de amigos, allí celebramos las fiestas de carnaval «con selectas grabaciones». Época de Oscar Alemán y el ritmo de baión de Waldir Acevedo con sus temas Delicado y Brasileiriño, conocido el año anterior. El sábado 26 de julio, día que falleció Eva Perón, en casa de Norma estaba todo preparado para celebrarle su cumpleaños que realmente era el día 28. No obstante las restricciones por el duelo nacional, sin mucha estridencia, la familia decidió la celebración. Por no conseguir trabajo en ninguna relojería, ya que necesitaba seguir aprendiendo, entré a trabajar a la imprenta Esmeralda donde se imprimía, entre otras cosas, la revista Alumni con claves para seguir en los estadios de fútbol, las incidencias y resultados de los otros encuentros. El 18 de octubre de 1952, Norma y yo nos pusimos de novio. Hasta aquí los recuerdos de los dos primeros años en Padilla. Tras el reencuentro con las viejas paredes de la casa de mis padres, la nostalgia se acrecentó y decidí volver a visitar el barrio de Villa General Mitre.

LA ESCUELA DE LA CALLE GAVILÁN

EL REGRESO

Viernes 16 de julio de 2004

El colectivo 84 me dejó en Gaona y Boyacá. Lo tomé en José María Moreno y Rivadavia y allí comenzaron los recuerdos. Ese colectivo heredó el número del antiguo tranvía 84 y el recorrido es, prácticamente, el mismo. Gaona y Boyacá. Esquina tradicional que Cacho Castaña inmortalizó cantándole al café que conocíamos con el nombre de «la humedad». El famoso café ya no existe, pero todavía funciona, enfrente y en diagonal, el Lúminton. Por Gaona, en la misma vereda y a mitad de cuadra, está la comisaría 50, y en la esquina con Gavilán, la Iglesia de la Asunción de la Santísima Virgen. En la esquina de enfrente, la escuela que nosotros conocíamos como «al aire libre», ya sin el cerco de alambre que la rodeaba y era refugio de innumerables gatos sin hogar. De allí yo recogí al Muchu. Aunque algunos lugareños decían, por la característica telefónica 59, que ese barrio era Paternal, y otros lo llamaban Flores, la realidad nos dice que ese lugar, desde la vereda impar de Gaona, vecino a esos populares barrios, desde muchos años atrás, se lo conocía como Villa General Mitre ya que lleva ese nombre por la ordenanza del 6 de noviembre de 1908 (ratificada en 1972). Mucho antes, desde el 27 de noviembre de 1893, la calle Gavilán que nos ocupa, lleva ese nombre en homenaje al triunfo del entonces coronel Gregorio Las Heras quien, junto a O’Higgins, vence a los realistas, comandados por Ordóñez, en el cerro de Gavilán, al noroeste de Concepción, Chile, el 5 de mayo de 1817. En el año 1913, el señor Juan Silvio Piana, propietario de extensas tierras, dona terrenos para la construcción de una escuela, y un club y biblioteca. Ambos terrenos, sobre la calle Gavilán, dan nacimiento a la Escuela Carlos Calvo que llevó el número 18 del Consejo Escolar 13 y al club Villa General Mitre sobre el número 1550. La biblioteca lleva el nombre del benefactor. La sólida construcción de su estructura permitió y permite, llevar a cabo el noble propósito de Piana cuando se propuso donar el predio de la futura escuela. Mi visita, como ex alumno egresado en 1947, me deparó, además de la emoción de caminar por corredores, aulas y patios, comprobar que, aunque ya no lleva el nombre de Carlos Calvo, la estructura es la misma y mantiene su solidez de antaño. La actual, es la Escuela Diferencial Nº 12 y cumple una loable misión con el apoyo del personal que la compone. Al trasponer el gran portón y llegar hasta hall de entrada, se nota la ausencia del blanco busto de Carlos Calvo que nos recibía y se encontraba junto a una de las dos puertas de entrada a cuarto grado. Pasaron tantos años. Fueron tantos momentos gratos entre esas paredes. Tuve la alegría de ser recibido por la Señora Directora y pude entregarle mi libro «Un Soldado en Junín de los Andes», donde narro los trece meses que pasé en el Sexto Destacamento de Montaña de Junín, cumpliendo con mi servicio militar obligatorio en el año 1956. Quise que figurara en los anaqueles de la biblioteca de la escuela porque, en algunas páginas, cuento de mi paso por sus aulas. Me enteré de que están reconstruyendo algo del pasado de la escuela y recibí el pedido, por parte de la docente, de sumarme a ese esfuerzo. Al salir, me detuve frente al número 1478, justo al lado de la escuela. Allí, en ese lugar, en el departamento A, viví con mi familia desde 1944 hasta 1951. En la cuadra hubo varios cambios, pero el frente de los departamentos del 1478 está como cuando lo dejamos el 4 de abril del 51 para trasladarnos a Vicente López. Ya no está la librería de don Alberto Salvaneschi; ni la tienda de los padres de Elena, justo al lado de nuestra casa. Con alegría y emoción, descubrí que la casa de mi amigo Luis María «Cachito» Solé, en el 1490, aunque él ya no vive allí, todavía mantiene su estructura. ¿Por dónde andará Cacho.? El club Villa Mitre cambió mucho, pero sigue cumpliendo su función social y deportivo. Pude, por el horario, entrar solo al salón, que fue ampliado utilizando parte del antiguo buffet, la casa del encargado y la biblioteca que se encontraba al frente y ahora funciona en el primer piso. Luego pase, a escasos metros del club, en el 1588, por el frente de la casa de los Marscoti. Hasta hace poco allí vivía Nélida, mi cuñada que, luego de la separación de mi hermano Jorge, volvió a la casa paterna. Por último visité, después de tantos años, a mi compañero de la primaria, en la escuela de la calle Gavilán, Alberto Chiesa, que sigue viviendo en la casa que perteneciera a sus padres sobre Boyacá al 1500. El barrio está muy cambiado, tanto como lo está el de Padilla, pero el vivir los cambios, a lo largo de cincuenta años, no son tan notables. Hoy, en el 2004, aparece tan lejano aquel 1944 cuando llegamos, en el mes de febrero, hasta el departamento A de Gavilán 1478. Recuerdo que llegamos por la noche luego del viaje en tren desde La Plata hasta Plaza Constitución y el largo trayecto en el tranvía de la línea 84 hasta Gaona y Gavilán. Al pasar con mi madre y mis hermanos Hugo y Héctor por el frente de la escuela, ella me la señaló indicándome que ese sería el lugar donde continuaría con mis estudios primarios. A escasos metros estaba el edificio de los departamentos. Cuando entramos, a mí se me grabó el fuerte olor de los materiales de construcción pues, aunque los departamentos en ese edificio no eran nuevos, los habían reacon dicionado. Todavía no teníamos luz y poco y nada pudimos observar. Al día siguiente, con la claridad diurna, recorrimos las instalaciones. Con Hugo nos quedamos maravillados por el amplio patio que podíamos utilizar para nuestros juegos. Jorge, que ya estaba allí desde la tarde anterior, decidió llevar a Héctor, el menor de los hermanos, a recorrer el barrio. Por ellos supimos de la existencia del negocio de Alberto Salvaneschi justo enfrente de nuestra vivienda y con Hugo decidimos ir a contemplar sus vidrieras: una dedicada a bazar y otra a juguetería. En la época de clases, la de los juguetes se veía invadida por artículos de librería. Además, en su interior, funcionaba un kiosco de golosinas. Por esos años, los chicos disfrutábamos de los caramelos Mu Mu y otros que los conocíamos como espejitos envueltos en papel celofán. Todavía las distintas devaluaciones no nos aquejaban y las pequeñas monedas que llegaban a nuestras manos rendían sus frutos. Era época de cinco caramelos por cinco centavos. Don Alberto había colocado una ruleta que, con la compra de caramelos, podíamos hacer girar y según el lugar donde se detenía, podía hacer acrecentar la cantidad de caramelos que entregaba. Nuestra casa, y por ende la escuela, estaba ubicada entre las calles Tres Arroyos y Vírgenes, y ese año 44, ésta última pasó a llamarse Galicia. Por Tres Arroyos pasaba el colectivo plateado número 22 que pertenecía a la corporación y por Boyacá, el 113. En la vereda de enfrente, hacia la calle Galicia, funcionaba la oficina 121 del Registro Civil. Ya desde ese tiempo, en la calle Boyacá al 1400, existía la panadería y confitería «La Flor Ideal»; en la esquina con Galicia, un almacén y otro en Galicia y Gavilán, y por Gavilán, unos pocos metros hacia Luis Viale, un despacho de pan atendido por dos hermanas. En nuestra cuadra, frente al Registro Civil, en una casa particular, de la familia Carballal, funcionaba una vinería. En Galicia, entre Gavilán y Caracas, también en una casa particular, vendían hielo HISTORIA ENTRE DOS BARRIOS 17 en barra. En la esquina de Gavilán y Tres arroyos había otro almacén. Unos años después, allí inauguraron una tienda que se llamó «Goldina» con el eslogan «La casa de la confección fina». Teníamos una farmacia en la esquina de Galicia y Caracas y a la vuelta, por Tres Arroyos, frente a la casa de la familia Perrupato, la librería «El Lirio». Unos metros hacia Caracas, la peluquería de Quique. En Caracas al 1500, la zapatería de don Emilio. Vecino a la familia Perrupato, en Tres Arroyos, había una carpintería. En la primera tormenta con sudestada, nos enteramos de los problemas que aquejaban al barrio por el entubamiento del arroyo Maldonado bajo la avenida Juan B. Justo. Pese a estar nuestra casa a 150 metros de la avenida, el inodoro daba muestras de la inconciencia que llevó a los legisladores a llevar a cabo esas obras para permitir que la gente pudiera construir más viviendas en la Capital Federal. Los desbordes del Maldonado, siguieron a pesar del entubamiento.

CICLO LECTIVO DE 1944

A poco de instalarnos en la nueva vivienda, en la escuela comenzó la inscripción para ese año. Primeramente se anotaron los alumnos que el año anterior habían concurrido allí. Yo tenía en mi poder el boletín aprobado de primer grado cursado en la escuela Nº 6 de la ciudad de Ensenada y con mi madre, nos dirigimos hacia un escritorio donde se podía leer un cartel que decía 2º grado. Nos atendió una maestra de muy poca estatura llamada Ana. Cuando leyó en mi boletín de dónde venía, le comunicó a mamá que para anotarme en segundo grado debía tomarme un examen, pues, en la ciudad de La Plata, no existía ni primero inferior ni primero superior. Yo pensé – ¿Siempre para anotarme en las escuelas tienen que tomarme un examen? En el 43, yo tenía siete años y en toda la ciudad de La Plata, como así también, Berisso y Ensenada, los alumnos debían comenzar con ocho años cumplidos. Como yo soy de septiembre, para anotarme, antes me tomaron un examen. Recuerdo que consistió en preguntas para evaluar mi coeficiente. Me preguntaron si conocía la diferencia entre un papel y un cartón; debí colocar cajitas con distintos pesos de mayor a menor; dar vuelto de un peso por un gasto de veinte centavos, y muchas otras cosas por el estilo. Recuerdo que en ese momento, mientras yo daba el examen, otra maestra le tomaba a otro niño. Cuando mi maestra hizo los cálculos le comentó a la otra, con admiración, el resultado obtenido. Yo no entendía nada pues lo había tomado como un juego. Para mi segundo grado, nuevamente debían tomarme examen y al día siguiente, la misma señorita Ana, tras comprobar que en el primer grado no me habían enseñado a multiplicar, me anotaron para primero superior. Por lo tanto, yo tenía casi dos años más que mis compañeros puesto que allí comenzaban a los seis años. En la escuela, las niñas iban de mañana y los varones de tarde y en ese tiempo, las clases se dictaban de lunes a sábados. Las fiestas patrias se celebraban el día feriado por la mañana y en esas oportunidades, varones y niñas participábamos juntos de la festividad. El revuelo de los chicos, al ver a las niñas, era muy evidente y ello se sumaba a la fiesta. Después del primer día de clase, a la mañana siguiente, con la lista de los útiles, nos cruzamos a la librería, juguetería y bazar de don Alberto. El cambio de escuela me afectó mucho y me costó adaptarme a una nueva enseñanza, pero gracias a la señorita Luisa, pude llegar a feliz termino para pasar, ya sí, a segundo grado. En 1945, ya adaptado a las enseñanzas de la Capital Federal, después de muchos hechos que conmovieron al mundo, como el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima el 6 de agosto que precipitó el fin de la segunda guerra mundial y algunos ocu- rridos en nuestro país, como la detención del entonces coronel Perón y su liberación gracias a los obreros el 17 de octubre, llegamos al mes de los exámenes finales. Desde el 10 de junio, en la Argentina, se había producido el cambio de mano en rutas y calles. Fueron meses de tomar conciencia para evitar accidentes. Uno de los últimos sábados de noviembre, la señorita Ana nos tomó matemáticas y al lunes siguiente, cuando entramos al aula, notamos que en el pizarrón estaba escrito el mismo problema que nos había tomado para ese examen. También advertimos el enojo que reflejaba su cara. No recuerdo nunca, en la escuela, un silencio como el de aquella tarde pues intuíamos que algo había sucedido y no nos animábamos a mover siquiera los labios. Nuestra maestra nos dejó por un instante, pero pese a ello, entre los alumnos sólo cambiábamos miradas con interrogantes. Cuando volvió a entrar, con mucho enojo, se dirigió a mí ordenándome que pasara al pizarrón. Cuando llegué, en el mismo tono, me dijo – ¡Resuelva ese problema! Cuando terminé de resolverlo, se levanto, vino hacia mí, vio el resultado y dijo – ¡Muy bien! ¡Fue el único de los 35 alumnos que supo resolverlo.! Me volví a sentar en mi pupitre con una mezcla de tranquilidad y satisfacción. Recuerdo que en el primer recreo, muchos de mis compañeros se me acercaron para felicitarme. En la fiesta de fin de curso, la señorita Ana me designó como escolta del abanderado.

EL PORTERO

El portero de la escuela vivía con su familia en el primer piso. Para acceder a su vivienda, lo hacía por una escalera de mármol que todavía se encuentra en el fondo, al lado del aula de primero inferior. Su nombre era Isabelo Nuño y, por vivir al lado de la escuela, además de portero era nuestro vecino. Era muy alto, de muy buen trato, y vestía guardapolvo blanco como si fuera un maestro. En la escuela había dos proyectores de cine que estaban guardados en un armario con puertas con vidrios. Uno era con películas de papel, de imágenes fijas, y otro a manivela, con películas de celuloide de 16 milímetros. Don Isabelo era el encargado de darnos cine. Nos hacían colocar, sentados en el suelo, en el pasillo junto a segundo, tercero y cuarto grado. La primera película que vimos, en versión muda, fue «El Sastrecillo Valiente» con el Ratón Mickey de Walt Disney.

LA RADIO 

Todos los de mi generación crecimos junto a la radio. Ese aparato que ayudó a nuestra formación, sólo nos pedía nuestros oídos para que la imaginación volara por escenarios que no tenían límites. Estuviese donde lo ubicaran, siempre parecía colocado en medio de los integrantes de la familia y los ojos, buscaban otros ante algo que se decía e interesaba. El buen gusto estaba en todo lo que ofrecía y los programas cómicos disponían de libretistas de un alto nivel intelectual. Entre tantos humoristas, se puede citar a Wimpi, un profesor nacido en Uruguay, y la jerarquía de Niny Marshal que escribía sus propios libretos y la sobriedad de Miguel Coronato Paz. El hecho de vivir pegado a la escuela hacía que saliéramos, con mi hermano Hugo, con los minutos justo como para llegar a tiempo. Pero en muchas ocasiones, la radio nos «avisaba» que llegábamos tarde porque, enfrascados en nuestros juegos, nos olvidábamos de la hora. Dos programas que se emitían por Radio El Mundo nos daban la señal de alerta. Uno era el de la cantante conocida como «La Mejicanita» que actuaba junto a «Los Chinacos», y el otro, el de la interprete Lita Landy. Al oír que comenzaban corríamos a ponernos el guardapolvo, pero pese a la corrida llegábamos cuando nuestros compañeros ya estaban en el aula. En la vuelta del colegio, tras el café con leche, la radio estaba inundada de programas para nosotros. Ya nuestras madres habían acaparado el aparato con una novela tras otra y cada treinta minutos. En mi caso, el último radioteatro que mi mamá escuchaba era el de Radio El Mundo con Elsa Piuselli. En mi casa, por el hobby de mi padre, siempre disponíamos de más de un aparato de radio, y hasta podíamos contar con los auriculares que en un tiempo utilizó para recibir mensajes en clave Morse. Unos años antes, en 1942, se inició la irradiación de Los Pérez García en un horario matinal; exactamente a las diez de la mañana. Por ese año, también de mañana, se podía escuchar, por radio Argentina de Buenos Aires, las aventuras de Superman. Los efectos especiales ayudaban a la imaginación, y en el momento que el súper hombre volaba, el operador colocaba una versión, en trompeta, de «El vuelo del moscardón» de Rimski Korsacov. Casi simultáneamente, la revista Billiken, lo publicaba en historietas. Mi época de colegial en la escuela de la calle Gavilán estuvo muy influida por la radio. En los recreos, con los compañeros, comentábamos mucho las distintas programaciones. Tras las aventuras de Tarzán, por radio Splendid, pasaba a El Mundo, mi preferida, para disfrutar, desde las 19,30, con «Qué Pareja», con Blanquita Santos y Héctor Maselli, «Peter Fox», con José Trezenza, «El Glostora Tango Club», con Alfredo De Angelis y «Los Pérez García» que pasó al horario nocturno. Luego, a partir de las veintiuna, disponíamos de programas cómicos o musicales de una gran variedad y jerarquía. Los domingos, en radio Belgrano, con el comienzo del campeonato oficial de fútbol, se irradiaba «Gran Pensión el Campeonato». Por la tarde, el relator Fioravanti, brindaba el clásico de la tarde. En una oportunidad, «inventó» una forma original de seguir sus relatos. Con el auspicio de una famosa marca de cigarrillos, obsequiaba el plano de una cancha de fútbol con sectores numerados. De acuerdo al lugar donde se desarrollaban las acciones, el popular relator lo iba marcando.

LAS REVISTAS

No siempre podíamos tener acceso a las revistas de historietas, pero algunas veces, cuando algunas monedas sobraban, mamá nos compraba alguna. Las más deseadas eran «Billiken», «El Pato Donald» y «Patoruzú». Esta última, al llegar el fin de año, editaba el «Libro de Oro» y siempre estuvo en nuestra casa pues mi padre, que era muy exigente en lo que leía, lo tenía como algo de su agrado. Cuando salió la revista Patoruzito no pudimos conseguir el número uno y debimos conformarnos leyéndola desde el siguiente. Unas semanas después, mi hermano Jorge consiguió ese primer número y pudimos completar las historias que nos tenían entusiasmados.

LA CAJITA

Una mañana soleada de otoño del año 45 me encontraba jugando en el patio de nuestro departamento A de la calle Gavilán 1478, cuando mi madre me pidió que fuera hasta la ferretería de Boyacá para comprar cinta aisladora. Me dio unas monedas y después de las consabidas recomendaciones, salí al pasillo para dirigirme a la calle. Cruce a la vereda de enfrente y me detuve, como siempre lo hacía, frente a las vidrieras del negocio de don Alberto. Descubrí así, un hermoso revolver plateado con cachas de plástico imitando el nácar, y que funcionaba con cevitas. Pensando en mi cumpleaños o la visita de los Reyes Magos, me dirigí hacia la calle Galicia para luego doblar por Boyacá hacia el lado de Luis Viale. Llegué así hasta el negocio de ferretería con sus coloridas persianas. Como siempre, me atendió el dueño que era tan miope como desconfiado. Cuando me entregó la cajita verde y blanca conteniendo la cinta aisladora, le pagué con las monedas que llevaba apretadas en mi mano derecha. El dueño las tomó y como siempre lo hacía, las llevó, para contarlas, muy cerca de sus gruesos anteojos que hacían ver sus ojos redondos por el excesivo aumento. Tras el asentimiento emprendí el regreso a casa. Le entregué la cajita a mi madre y me dispuse a mirar lo que ella iba a hacer con la cinta. Cuando mi padre se encontraba cumpliendo alguna misión en Plaza Huincul o Vespucio, enviado por YPF, ella, que de él lo había aprendido, ponía manos a la obra para reparar algún artefacto eléctrico. En esa oportunidad, el problema estaba en el velador de su mesita de luz. Cuando terminó y satisfecha vio que el artefacto funcionaba bien, guardó los elementos. Como siempre me gustaron las cajas, le pedí a mi madre la de la cinta aisladora, y como estaba protegida por un envoltorio de aluminio, me la regaló. Ella volvió a sus quehaceres hogareños y yo le pedí permiso para salir a la vereda. Obtenido el permiso, con la cajita entre mis manos, me senté en el umbral de entrada al edificio. Por momentos, la pequeña caja verde y blanca con las letras negras era un autito, o un avión, o simplemente servía para arrojarla al aire para luego atajarla al caer. En un momento se detuvo un automóvil y el conductor me llamó. Me incorporé y me acerqué al cordón. Todavía en Buenos Aires no se había producido el cambio de mano en calles y rutas, por lo que viniendo por Gavilán por la izquierda desde el lado de Juan B. Justo, cruzo hacia la derecha y estacionó junto a mí vereda. Cuando estuve junto a él, sacó su mano por la ventanilla para entregarme algo. Yo tomé lo que me daba e inmediatamente reanudó su marcha. Grande fue mi sorpresa cuando miré lo que me había regalado. ¡Era una cajita exactamente igual a la que yo tenía! Me quede largo rato contemplando las dos cajas hasta que, al mirar hacia la Avenida Juan B. Justo, vi a gran cantidad de gente. Pensando que se podría haber producido un accidente, entré al departamento para pedir permiso a mi madre e ir a ver qué había sucedido. Nuevas recomendaciones y hacia allí me dirigí. Al acercarme pude ver que un camión había volcado y muchos vecinos rodeaban la carga que se había desparramado. Ya junto al camión volcado, me di cuenta de que pertenecía a la fábrica de cintas aisladoras que yo había ido a comprar un rato antes pues, cientos de cajitas sin armar, estaban diseminadas por todos lados; esas cajitas de color verde y blanco con las letras negras de la marca Salasem.

LA VIRGEN DE LUJAN

En casa siempre fuimos muy devotos de la Virgen de Lujan. Tanto que todos los hermanos fuimos bautizados en su Basílica. Año tras años, junto a los abuelos italianos, viajábamos desde la ciudad de La Plata en las peregrinaciones italianas que se realizaban, en el mes de noviembre, en trenes que eran fletados, sin escalas, desde la capital de la provincia hasta Luján. Mi madre tenía, en la cabecera de la cama matrimonial, una imagen plateada de la virgen adherida a un marco de madera torneada que desde nuestra casa de Ensenada viajó con nosotros y allí estaba. En una oportunidad compró un crucifijo y decidió realizar el cambio. Junto a su lecho estaba ubicada la cuna de mi hermano Héctor y en la misma pared, en la cabecera, ella había colocado una imagen del niño Jesús. Para realizar el cambio, se arrodilló en la cama mientras yo le sostenía el crucifijo. Estiró su mano derecha para retirar la ima- gen de la virgen y en ese momento se rompió una de las patas. Como por ese motivo quedaba más alejada de la imagen, trató de erguirse un poco más y fue cuando la imagen se soltó del clavo que la sostenía y cayó tras el respaldo. Entonces se inclinó para recogerla, pero en ese momento, se cayó la pequeña imagen del niño Jesús. Mi madre me miró y me dijo – La virgencita no quiere que la saque. – Y a su lugar volvió para siempre. Momentáneamente, la pata de la cama fue suplida por algunas latas que contenían películas de cine.

EL CLUB VILLA MITRE

Era un club social y deportivo. En lo social, contaba con una biblioteca muy bien acondicionada, tanto en lo mobiliario como en los ejemplares disponibles para la consulta. Recuerdo, sobre el escritorio de la bibliotecaria, un timbre portátil que funcionaba a cuerda. Se utilizaba en las reuniones de comisión directiva que allí se llevaban a cabo. El deporte que se practicaba oficialmente en el club era el básquet con una cancha de polvo de ladrillos. A continuación, en el fondo con piso de tierra, a un costado, había una cancha de bochas. Por los años 40 el frente tenía una pared de unos cincuenta centímetros que terminaba en rejas y contaba con dos entradas. Una llevaba a un jardín para luego acceder a la biblioteca, y a un costado, por medio de un pasillo, a las demás instalaciones. La otra, llevaba directamente a la cancha de básquet. El buffet funcionaba en un pequeño lugar entre la biblioteca y un salón que en las noches de baile, lo usaban como guardarropa. En el fondo, se encontraban los vestuarios. Cuando el club se fundó, por lo precario de las instalaciones, estaba sólo protegida por un cerco de cañas. De allí que siempre, al club Villa Mitre, se lo conoció como «La Cañita». Cacho Castaña, en una de sus canciones, lo nombra cuando dice «conocí a mi primer novia en el club de La Cañita» En esa década se completó la pared del frente manteniendo, del lado de adentro, a manera de refuerzo, la reja existente, y se embaldosó la cancha de básquet. Unos años después, se construyó una instalación donde se ubicaron dos canchas techadas para el juego de bochas. Asimismo, utilizando el jardín, se corrió la biblioteca hacia la calle para ampliar el salón con el buffet. Entre éste y las canchas de bochas, se ubicaron dos vestuarios y los baños. Se mantuvo la entrada a la cancha y se abrió otra que daba al pasillo entre dicha cancha y el salón que fue ampliado. Vecino al club, hacia la avenida Juan B. Justo, existía un terreno baldío que chicos y muchachos utilizábamos para jugar al fútbol, ya que en el club, muchas veces, algunos socios no lo permitían. Un día nos enteramos de que en el terreno iban a instalar una fábrica de ladrillos huecos. Eso hizo que buscáramos la calle Tres Arroyos para nuestros «picados», con el desagrado de los vecinos, y la vista atenta ante la proximidad del «autito», como conocíamos al patrullero de aquella época. Pero, finalmente aceptaron nuestros partidos de baby fútbol en la cancha de básquet del club, calzados obligatoriamente con zapatillas para no dañar el piso embaldosado. Los arcos lo hacíamos entre cada uno de los soportes del tablero y una columna del alumbrado. Allí no temíamos al autito, pero sí a que la pelota de goma de 20 centavos, comprada en la librería El Lirio, cayera en la fábrica de ladrillos, donde, si los perros guardianes la descubrían, el sereno la devolvía destruida. Algunas veces, asomados tímidamente por sobre la pared, tratábamos de ubicar el lugar dónde había caído la pelota. Si no estaba muy lejos, y los perros no la habían descubierto aún, algún héroe se animaba a saltar para recuperarla. Junto a la pared que daba al club, en la fábrica, habían colocado una zorra que se desplazaba por medio de vías hasta la puerta de entrada. En un principio, el sereno ataba los perros y nos permitía jugar con dicha zorra, pero luego de un tiempo, por cansancio, ante las roturas de algunos ladrillos todavía frescos, y por las veces que lo molestábamos pidiendo la pelota, las relaciones se rompieron. Entonces, muchas veces, en lugar de devolverla, les daba la pelota a sus perros para que jugaran. Nosotros, subidos a la pared, veíamos la destrucción del balón y la ilusión de continuar con el partido. Como digo, el básquet era el deporte del club Villa Mitre y los chicos también lo jugábamos cuando conseguíamos alguna pelota de cuero, al menos número cinco. Admirábamos a los Hermanos Varone y al negro Cárbel, hermano del cantor Enrique Cárbel fallecido tempranamente y que actuó junto a Juan D’arienzo. En algunas oportunidades se realizaban campeonatos internos. Para ello, entre los anotados, se seleccionaban, en primer lugar, a los integrantes de los equipos superiores como cabeza de equipos. Luego se completaban con los demás anotados. Algunos de los chicos también podíamos intervenir como suplentes. En una ocasión, los nombres de los equipos fueron los de los protagonistas de tiras cómicas. Así competían Tancredo, Afanancio, Don Fulgencio, Fúlmine, entre otros. Fue inolvidable una final en la que participaban, en un equipo, mi hermano Jorge, y en el otro, nuestro amigo Carlitos Ferioli. Faltando pocos segundos y con el marcador empatado, recibe la pelota un veterano que estaba en el equipo de mi hermano como suplente. Sin saber qué hacer con el balón, tras la indecisión, la envía hacia el aro desde lejos y convierte el doble (hoy sería triple). Enseguida el encuentro finaliza adjudicándose el campeonato. El público entró a la cancha para llevar en andas al héroe de la jornada. En el año 1948 se estrena en Buenos Aires la película «Pelota de trapo». En ese film, unos chicos que juegan con una pelota de trapo, sueñan con poder comprar una de cuero. A uno de ellos se le ocurre realizar una rifa para juntar el dinero necesario. Un tarde, mientras tratábamos de juntar algunos centavos para comprar nuestra tradicional «pelota de goma de veinte», a alguien se le ocurrió hacer lo mismo que en la película. Para ello averiguamos en la librería de don Alberto Salvaneschi el precio de la pelota y un jarrón para entregar como premio. Por las cuentas que hicimos, resolvimos que podíamos entregar primero y segundo premio para dar más interés a los potenciales compradores. Yo fui el encargado de preparar la cartulina con los cien números y, de inmediato, comenzamos la venta que resultó todo un éxito. Al poco tiempo, pudimos sentir el olor a cuero nuevo. Recuerdo que una vecina que vivía enfrente de mi casa, en los departamentos donde residían los Salvaneschi, ganó el primer premio. Estrenamos la pelota en un campo de la Agronomía donde después se comenzó a levantar lo que, por el primer plan quinquenal, sería el Hospital de Niños y lamentablemente, termino como el albergue Warnes. En aquellos días en que se llevaban a cabo las refacciones en el club para ampliar el salón y buffet, y que además nos tenía alejado de las instalaciones, con un grupo de chicos de la barra entramos por la nueva abertura preparada para la colocación de la puerta. Todavía estaban trabajando los albañiles y cuando yo pasé juntó a un italiano que, al parecer, era el contratista de la obra, me propinó una bofetada que me dejó sus dedos marcados en la cara. – Esto es para que no te burles de mí – me dijo en un mal castellano. Inútil fue decirle que se había equivocado y opté por alejarme. Mis compañeros indignados, se surtieron de piedras, y en mi defensa, comenzaron a arrojárselas. Para las efemérides patria, el club organizaba, entre otras cosas, algunas pruebas de atletismo. Yo me tenía fe en la carrera de trescientos metros y me anoté. Mi hermano Jorge me preparó y llegó el momento de la largada. La ganó Juan Carlos «Cacho» Busceti, un chico que vivía en la calle Galicia casi Gavilán. Corrió muy bien y pese a mi rabia, debo decir que fue el lógico ganador. Una tarde de unos meses después, mi madre me mandó a comprar azúcar al almacén de Boyacá y Galicia. Yo me demoré un poco y, de regreso, al llegar a Galicia y Gavilán, me encontré con mucha gente en la calle. Un automóvil atropelló a un ciclista y mal herido lo habían llevado con urgencia a un hospital. Mi hermano Jorge estaba en la puerta del club y alguien le dijo que podía ser yo el accidentado y con la cara demudada corrió para cerciorarse. En ese momento, yo aparecí en el escenario del accidente y se tranquilizó al verme. Cacho, aquel chico que unos meses antes fuera el ganador de la carrera, había sido el atropellado. Estaba andando en bicicleta junto a mi amigo Luis María Solé y ambos bajaron a la calle frente al Registro Civil sin notar que se acercaba un automóvil. Luisito, del susto que se llevó, se introdujo rápidamente en su domicilio. Cacho fue internado en el Hospital Israelita y, pese a los cuidados, le fue amputada una pierna. Lo visitamos en su lecho de convaleciente del hospital y a pesar del momento que estaba atravesando, lo encontramos con buen ánimo. Tiempo después, le colocaron una prótesis. Cuando me enteré de la amputación, recordé su triunfo y agradecí a Dios que él hubiera sido el ganador. Las fiestas de Carnaval en Villa Mitre fueron inolvidables. El señor Piñeyro fue por muchos años el presidente y en aquellos «8 grandes bailes de disfraz y fantasía con selectas grabaciones», era, además, el locutor de las reuniones. Tenía un eslogan que repetía noche a noche y en varias oportunidades -¿Será el sol? ¿Será la luna? ¡No; es la pista de Villa Mitre que brilla como ninguna.! En otras oportunidades, decía que lo que brillaba era la «pelada de Giorgi», un integrante de la comisión directiva. Uno de esos años de la década del cuarenta, yo fui a pasar unos días a la casa de los abuelos en la ciudad de La Plata. Cuando volví al barrio, ya con los Carnavales en puerta, me encontré con la novedad de que mi papá, a pedido de la subcomisión de fiestas, había tomado la responsabilidad de dirigir las obras de ornamentación y decoración alusivas a esas fiestas. Cuando visité el club, en plena tarea, me encontré con algo asombroso. Mi padre, que dibujaba maravillosamente, había hecho construir un enorme payaso y estaba colocado a la entrada, por lo que el ingreso, se debía hacer por entre las dos piernas del muñeco. Muchos de los muchachos colaboraban en el pintado de cada una de las distintas figuras tras el dibujo en carbonilla realizado por mi padre. Su mano derecha fue Osvaldo, el mayor de los hermanos Perrupato. Los dibujos y pinturas, diseminados por todo el ámbito del club, merecieron la aprobación de quienes los observaban, pero el más elogiado, fue la cara de un payaso que pintó en la pared que daba a la fábrica de ladrillos, justo en la mitad de la cancha de básquet donde, en los partidos, se colocaba el tanteador. Los viejos socios todavía recuerdan la expresión de ese rostro pintado por mi padre. Durante los ocho bailes de carnaval, por la tarde, muchos de los pibes del club, éramos convocados para envasar «higiénicamente» el papel picado que luego se vendía por las noches. Lo de higiénicamente lo digo por la inscripción estampada en cada paquete. Nos premiaban con un sándwich y una Pomona. Un puesto muy codiciado por algunos de los jóvenes socios, era el de encargado del guardarropa. A veces era muy remunerativo. Otro y muy importante, el de encargado del sonido. No, en ese tiempo no se decía Disk Jockey. Muchas veces, esa tarea la cumplía Sandonato. Era una época donde el tango era rey y señor y sólo lo bailaban quienes realmente lo sabían hacer bien. Esos bailes servían para que muchos se animaran a «largarse». El jazz y otros ritmos, da- ban marco al bullicio de esos días y en eso, ningún bailarín se preocupaba mucho. El tango La Cumparsita, en las versiones de Alfredo De Angelis y de Juan D’arienzo, era el encargado de abrir y cerrar cada una de las noches de carnaval. Cada tema musical se repetía dos veces, salvo algunos de moda que eran muy solicitados y por ende se repetían más veces. El buffet era atendido por los socios y allí se consumían sándwich de miga y empanadas de la fábrica Rivadavia. Se acompañaban con cerveza y bebidas sin alcohol: naranja Bilz o Crush o la de moda en esa época, la mencionada Pomona, a base de manzana. Funcionaba en el fondo y las mesas de metal redondas, que noche a noche se reservaban, se colocaban alrededor de la cancha de básquet utilizada como pista. Algunos de los chicos ayudaban vendiendo papel picado o lavando los vasos y los más pequeños, se animaban a recoger los vasos de las mesas. En una oportunidad, mi hermano Héctor, que tenía cinco años, se unió a los que ayudaban porque les habían prometido que luego los convidarían con un sándwich y alguna bebida. Cuando la fiesta termino, y viendo que el encargado todavía no había cumplido con la promesa, se dirigió a él diciéndole

– ¡Eh. Nosotos tabajamos, queremos sánuques.! Previo a esos días de carnaval, se lanzaba la publicidad y era común leer en los volantes: Club Social y Deportivo Villa General Mitre. 8 Grandes Bailes 8. Luego invitaba a los «Ocho bailes de disfraz y fantasía» Los días de carnaval, lunes y martes, fiestas móviles, eran feriados y los bailes comenzaban el sábado anterior. Los miércoles siguientes al feriado de carnaval se lo conoce, en la liturgia católica, como Miércoles de Ceniza, y da comienzo a la Cuaresma (cuarenta días antes del domingo de Pascua) Los ocho bailes se completaban con dos fines de semana más. Era una fiesta que compartía toda la familia y los disfrazados, con atuendos muy bien realizados o improvisados, eran mayoría entre los asistentes. Entre los primeros, se destacaban los disfraces de dama antigua; entre los segundos, predominaban los de colegiales o piratas. Muchos, completaban su atuendo con un cartel en la espalda escrito con ingenio y gracia. Se jugaba mucho con papel picado y algunas veces se utilizaba un pomo de plomo con agua perfumada. Los más pudientes podían comprar los «lanza perfume». Eran unos tubos de vidrio y al oprimir una pequeñísima palanca a manera de sifón, lanzaba el perfume a base de éter que causaba una fría impresión en el receptor. Era peligroso si daba en la vista, pero los muchachos, por lo general, apuntaban a las espaldas y las piernas de las chicas.

LA ZAPATERIA DE DON EMILIO

Estaba en la calle Caracas a pocos metros de Tres Arroyos. Don Emilio Iozzi era el clásico zapatero remendón que, además, en su negocio, tenía venta de calzado. Allí mismo vivía con su esposa, que conocíamos como Viya, y sus cuatro hijos: Maria Elena, Osvaldo, Emilio y Alicia. Hasta él llegábamos muchas veces, después de un picado en la calle para que, con algunos clavitos, nos volviera a su lugar la suela de nuestros raídos zapatos. Así podíamos tirar un tiempo más con ellos y también evitábamos los retos de nuestras madres. Entrábamos a su negocio, después del trecho que hacíamos, tratando de que la suela no se doblara al caminar. Para ello apoyábamos el taco manteniendo la punta del zapato más alto para luego sí, apoyarlos en el piso con cómicos movimientos. Don Emilio era socio del club y llegó a ser vicepresidente. Después de su labor en el negocio, lo podíamos ver, con su cara de bonachón, en la cancha de bochas, un juego que practicaba muy bien. Mi papá era oriundo de Rosario. Allí vivía su madre y muchos de sus familiares directos. En una oportunidad nos visitó una tía que estaba radicada en la capital y merienda de por medio, contó que estaba buscando un lugar dónde vivir. Aniceta, tal el nombre de la tía de mi padre, tenía mucha edad y era tan delgadita como hacendosa. Le gustaba tejer con una aguja y lo hacía muy bien. Mi madre, que también lo hacía, aprendió algunos secretos de ella. Por algún motivo nos enteramos de que Don Emilio alquilaba una habitación en su casa de la calle Caracas y, tras arreglar las condiciones, allí marchó la tía Aniceta con sus pocos muebles: una cama de bronce, un ropero, una mesa y pocas sillas, su máquina de coser Singer y su calentador Primus. La familia del zapatero no tenía quejas de ella porque sólo salía de su pieza para ir al baño. La entrada a su habitación estaba sobre el pasillo de ingreso frente a la puerta interna del negocio de zapatería. La visité una tarde con mamá y mi hermano Hugo. Cuando entramos nos llamó la atención el espejo del ropero, pues por su imperfección, nos devolvía cómicas imágenes deformadas. Nuestra madre, que notó la gracia que nos causaba a mi hermano y a mí, nos enviaba miradas fulminantes para que no nos riéramos. Después de un momento de charla, la tía colocó el calentador Primus sobre la mesa para calentar el agua del mate. Puso alcohol en el receptáculo y lo encendió con un fósforo que extrajo y raspó en una caja Rancherita. Luego, tomo otra caja de la misma marca y dentro de ella colocó el fósforo usado. Cuando el alcohol se estaba por consumir, comenzó a dar presión utilizando el émbolo del calentador. De esa manera, por la temperatura alcanzada, el kerosén se gasificaba saliendo por el pequeño orificio de un pico produciendo la combustión. Cuando todo marchaba bien, la llama era de color azul, de lo contrario, producía un amarillento que tiznaba la pava o cualquier recipiente que se colocara, amén del desagradable olor a kerosén que del calentador emanaba. En otras oportunidades, el orificio del pico se tapaba y, para ello, se vendían unas agujas que consistían en un fino alambre de acero engarzado en el extremo de un trozo de metal que hacía las veces de mango. La tía tuvo necesidad de usar una de las agujas ante la mala combustión del calentador. Antes, tomó uno de los fósforos usados y lo encendió en la llama del Primus. Recién entonces, con la aguja, procedió a destapar el agujero del pico. El fósforo usado, sirvió para volver a encender el calentador. Si el fósforo se consumía mucho, entonces sí lo desechaba. Esa era una forma que tenía la tía para ahorrar. Pasó el tiempo y una mañana, hasta nuestra casa de la calle Gavilán, llegó una de las hijas de don Emilio con la infausta noticia. Tras dos días en que notaron que la tía Aniceta no salía de su habitación, tras llamar a la puerta sin respuesta, decidieron averiguar qué le pasaba. La encontraron muerta, en el suelo, junto a su camita de bronce.

EL FUTBOL EN ARGENTINOS JUNIORS

Por aquella época jugaba en primera B y se decía que los dirigentes no querían ascender. Estaban muy cómodos en esa división. Su pequeña cancha albergaba, en esa década del cuarenta, grandes jugadores que podían participar en cualquier equipo de la A. Cuando los sábados jugaba de local, allí en su predio de Gavilán, Juan Agustín García, Boyacá y San Blas, el barrio se movilizaba con mucho entusiasmo. Para los que teníamos el corazón en otro club, Argentinos era nuestro segundo cuadro y, reunidos en Villa Mitre, allí marchábamos para presenciar un buen espectáculo de fútbol. Un sábado, antes de comenzar el partido de primera, se desató una tormenta y tuvieron que suspender el encuentro. Cuando salimos, con alegría vimos al padre de nuestro amigo Gandolfo, vecino de nuestra cuadra, que nos estaba esperando para llevarnos a casa. De todos lo encuentros que presencié me quedó grabado uno en particular por la derivación que tuvo: Esa tarde, la voz del estadio dio la formación que para todos nosotros era muy conocida: Merlino, La Blanca y Federico; D’istéfano, Fantín y Brusca… En un momento del partido, un delantero contrario se acercó velozmente al arco de Argentinos y Merlino lo salió a tapar. Los dos jugadores chocaron con violencia y el arquero local llevó la peor parte. Quedó desvanecido en el área grande y fue sacado en camilla. Después nos enteramos de que lo debieron internar. Por aquella época no había suplentes y al arco debió ir un jugador de campo. Pasó el tiempo, aprendí relojería en la ciudad de La Plata, como ya lo conté, y un día conocí a un relojero que vendía repuestos en la calle Libertad y de quien me hice muy amigo. Se llama Vicente Merlino y resultó ser hermano de aquel guardavalla que de niños admirábamos. En algunas oportunidades visitaba a su hermano en su local y recordábamos aquel mal trance que gracias a Dios, después, terminó bien.

LA BOLITA

Siempre fue el juego de los chicos pobres y el que también los igualaban a los que tenían un mejor poder adquisitivo. Una insignificante moneda se podía convertir en un buen entretenimiento con un juego donde triunfaba el que mejor puntería tenia. Y las buenas bolitas tenían mucho que ver con esa puntería. Se practicaba mucho y se iban descartando aquellas que por medidas o desgastes no se amoldaban a los dedos pulgar e índice. A la mejor la llamábamos «puntera» y por lo tanto, la cuidábamos mucho. Yo tenía una que me daba muchas satisfacciones y la tuve en mi poder hasta que un día, jugando en el piso de madera del comedor de casa, se me deslizó hacia una grieta del zócalo y allí desapareció. Inútil fue tratar de rescatarla. Por mucho tiempo me lamenté y pensé que alguna vez, cuando levantaran el piso, algún operario la encontraría y tal vez se la llevaría a un chico de su familia. Allí, nuevamente, el alma de mi puntera resucitara y lo hará feliz como me hizo a mí.

LAS FIGURITAS

Todos los años aparecían figuritas para coleccionar. Siempre el premio era, llenando el álbum, una pelota de fútbol. Había dos clases de figuritas: redondas o rectangulares de cartón, o de papel para armar una historieta. Las redondas más famosas fueron las Starosta, con los jugadores de fútbol de los equipos que actuaban en el campeonato de la AFA de cada año. Las rectangulares, en una oportunidad, nos permitieron reunir actores de cine y algunos próceres. Mi hermano Héctor tenía cuatro o cinco años y nos maravillaba a propios y extraños por su memoria. Con sólo mirar una sola vez cada figurita, podía decir el nombre de cada jugador de fútbol sin equivocarse. Él guardaba las que nosotros teníamos repetidas y con ellas jugaba. Las quería mucho, pero la que más quería era la de Salvini, un delantero que jugó en Huracán y luego pasó a Racing. En una oportunidad se le perdió y lloró mucho. Nosotros tratamos de conseguirle otra, pero nos fue imposible. Ante esa dificultad, conseguimos la de un jugador de Ferro Carril Oeste que también tenía bigotes, pero nos costó mucho tratar de convencerlo que era Salvini con una camiseta color verde. La más famosa de las figuritas para armar una historieta fue «Capitán Nelson». La historia nos llevaba a buscar pistas. Esas pistas eran las letras y los números que formaban la dirección de la fábrica que, de ganar, era la que entregaba la pelota de fútbol. Siempre había figuritas que eran «las difíciles» y muy pocos fueron los ganadores…

LAS ELECCIONES

Los niños, en aquellos años, poco y nada sabíamos de política y elecciones y a nuestro requerimiento, nuestros padres algo nos enseñaban. También la radio informaba, y en los noticiosos, cuando esperábamos nuestros programas favoritos, aportaban algo a nuestro saber. La lucha estaba entre el incipiente partido peronista conocido como Partido Laborista y los tradicionales radicales. Perón, en el año 1945, había sido liberado por los trabajadores en el famoso 17 de octubre. Algo había escuchado en la casa de los abuelos en la ciudad de La Plata. Mi tío Rafael trabajaba en el frigorífico Armour de Berisso y allí se gestó el 17 de octubre cuando su compañero, Cipriano Reyes, encabezó la marcha. En el 46, tras la campaña electoral, las elecciones se llevaron a cabo el 24 de febrero. En mi escuela de la calle Gavilán, desde las ocho de la mañana, largas colas se formaron para depositar el sufragio. Por la novedad de ese domingo, me levanté muy temprano para observar lo que sucedía. A mí me habían dicho que los votantes no podían expresar sus preferencia, pero luego de observarlos, entré a mi casa para decirle a mi mamá – ¡Va ganar Perón; la mayoría está leyendo el diario El Laborista! El triunfo fue para la fórmula Perón – Quijano.

CUMPLEAÑOS

El 6 de octubre de 1946, mi hermano Jorge cumplió sus 18 años. Esa edad permitía trasnochar y, entre otras cosas, la permanencia, después de las ocho de la noche, en clubes y cafés. El club Villa Mitre y el café de Gaona y Boyacá conocido como «la humedad» comenzaron a tenerlo, por las noches, como habitué. En la mañana de ese 6 de octubre llamaron a nuestra puerta y cuando fui a abrir, me encontré con un chico portando una caja cuadrada. Preguntó por Jorge y me dijo que lo mandaban de la pizzería de Gaona casi Boyacá para entregarle una pizza. Como todavía él estaba durmiendo, mi madre recibió el envoltorio. Cuando lo despertamos y abrió la caja de pizza, se encontró con varios discos de 78 rpm que sus amigos le obsequiaban. Entre esos discos estaba «La Cumparsita» por Alfredo D’Angelis y «El recodo» por Astor Piazzola. Sus amigos, Ramos y Carlitos Ferioli, entre otros, le hacían llegar el presente.

EL REGISTRO CIVIL Y EL VOTO FEMENINO

Para la siguiente elección en 1947, por la gestión de Eva Perón, las mujeres debieron empadronarse y mi madre se cruzó al registro civil para iniciar los trámites. Al poco tiempo nos mostró su libreta cívica que la facultaba a votar. El registro civil llevaba el número 121 y, como dije, estaba ubicado en Gavilán a metros de Galicia. Allí se llevaban a cabo los matrimonios de las parejas del barrio y los jueves y sábados, los chicos nos reuníamos a la espera de que los padrinos nos «tiraran» algunas monedas. Luego, visitábamos a don Alberto. De esa práctica se conoció, cuando los padrinos no eran generosos, la frase «padrino pelado» que coreaban los desilusionados.

NAVIDAD Y FIN DE AÑO

El perfume de los jazmineros en flor, nos alertaba que diciembre nos traía además, las tradicionales fiestas de fin de año. Las vidrieras del bazar y juguetería de don Alberto se ponían a tono de la circunstancia. Adornos y juguetes nacionales e importados aparecían en las vidrieras. Uno de esos años apareció el Jeep Loco y don Alberto nos hizo la demostración a la que asistimos con arrobamiento. También, por ese tiempo, conocimos la pizarra mágica y algo más modesto: el torero y el toro, dos pequeñas piezas con imanes pegados en sus bases, que se atraían o repelían según se colocaran. La pirotecnia también tenía su lugar en el establecimiento que llevaba el nombre de «Alba» por la hija mayor. Cohetes, petardos y rompe portones, además de las peligrosas cañitas voladoras, allí se podían adquirir. Los más chicos disfrutaban de las estrellitas y algo que desapareció: las tiras de «raspa pared» Una noche, mientras jugábamos en la vereda de la librería, entró un chico que no pertenecía a nuestra barra sino a la que conocíamos como la del pasaje La Fronda. El Polaco, tal como lo llamaban, compró un manojo de cañitas voladoras y con ellas salió a la calle. Sosteniendo una con la mano izquierda, intentó encenderla sin dejar de sostener con la mano derecha el resto de las cañitas. El resultado fue que todas se encendieron y muchas se le introdujeron en la manga de su saco. Las quemaduras producidas hicieron inutilizarle el brazo.

EL CAMPEONATO EVITA

El campeonato de fútbol Evita fue un gran acontecimiento por esos años. En todos los estadios de fútbol de primera, en los intervalos, podíamos escuchar la marcha que se compuso para esa ocasión. Comenzaba diciendo «A Evita le debemos nuestro club, por eso le guardamos gratitud». En otra parte de la letra decía: «si ganamos o perdemos no ofendemos al rival…» De toda la republica se recibieron adhesiones y en la capital, fueron las comisarías las encargadas de recibir las anotaciones y también las que una vez aceptados los equipos, las que entregaban las camisetas para la participación en el campeonato. Una persona mayor debía ser el delgado de cada equipo. En nuestro barrio, la comisaría 50 de la avenida Gaona, fue la que correspondía en la zona. En uno de esos campeonatos se anotaron los muchachos del club Villa Mitre. Fue un equipo memorable y ganaron el campeonato en su categoría. Entre otros estaban Nava, Lifschif, Ernesto Santiago, Campana, Jiménez…

DOS NOTICIAS INSÓLITAS

Fueron muchos los acontecimientos de esos años que se me fueron grabando, pero hubo dos que, por lo insólito, quedaron en mi mente. Ambos fueron reflejados en los noticiosos de las radios. Uno de ellos se refería a un portón metálico, en un barrio de la ciudad de Buenos Aires, que hacía de receptor de radio. Los que se acercaban a él, podían oír las emisiones de Radio Belgrano sin que ningún receptor estuviese cerca. Unas semanas después, en el cine Gaona, pude ver, en el noticiero Sucesos Argentinos, reflejada esa curiosa noticia. La otra fue que, debido a la carencia de caucho, y por ende a la falta de cubiertas para los colectivos, algunas líneas cambiarían sus ruedas por las de tranvía para hacerlos circular por sus trochas. Poco tiempo después, para poder verlos en acción, me dirigí en el 113 hasta la plaza de Flores. No debí esperar mucho para ver al colectivo de la línea 1 transitar por las vías de los tranvías.

UN MISTERIO EN CASA

A veces algunos recuerdos se funden con otros acontecimientos. La memoria me lleva a la cocina de la casa de la calle Gavilán y algunas cenas junto a mis padres y hermanos. La radio, noche a noche, nos tenía intrigados con la emisión, por parte del elenco estable de radioteatro de Radio El Mundo, con una versión de la película de Alfred Hitchcock «Eran diez indiecitos». En una de esas cenas fue cuando vimos a nuestro padre llorar en una crisis nerviosa. Mamá lo consoló y lo condujo hasta su habitación. Al regreso no comentó que lo que habíamos presenciado era debido a problemas que papá tenía en la empresa YPF. Todos nosotros crecimos acostumbrados a las ausencias reiteradas de nuestro padre por las comisiones que la empresa le encomendaba a distintos puntos del país en su carácter de inspector. Sabíamos de su cariño a la empresa estatal, su rectitud y los rechazos a concesiones a los que podía haber accedido por el puesto que ostentaba con orgullo. Nunca tuvo automóvil, como algunos de sus compañeros; siempre alquiló las viviendas que habitábamos y, como en ese departamento, mi madre debía cocinar con un calentador a kerosén, pese a que podía haber tenido acceso a una conexión de gas si papá se avenía a ciertos «arreglos». Ya por esos días, con mi hermano Hugo, intuíamos algo raro cada vez que papá llegaba a casa por las noches. Toda una ceremonia se repetía cada vez y terminaba junto al ropero en su habitación guardando un envoltorio en la parte superior. Una de esas noches, mi madre, que notó nuestra curiosidad, nos llamó para hablarnos y mostrarnos algo. Junto a ella llegamos hasta el ropero y al abrirlo sacó el envoltorio de paño color naranja. En su interior había un revolver y al mostrárnoslo, nos contó que nuestro padre estaba amenazado y debía ir armado. Habían decidido ponernos al tanto porque notaron nuestra curiosidad y ante el peligro a que estábamos expuestos si decidíamos inspeccionar por nuestra cuenta. Con Hugo prometimos no tocar el arma.

EL ALEJAMIENTO DEL COLEGIO

El año 1947 fue el último que cursé en el colegio de la calle Gavilán. Allí sólo había hasta cuarto grado por lo que, para quinto y sexto, los alumnos debíamos elegir otro establecimiento. La maestra de ese año fue la señora Ana Lampin de Saladino. Ese año, en varias oportunidades, fui elegido para ser el abanderado de la escuela. Recuerdo que en una oportunidad enfermé y debí faltar varios días. Mi madre, como lo hacia siempre, en algún caso así, personalmente se lo comunicaba a la maestra. Para el nueve de julio me sentí mejor y en casa decidieron que en la fiesta de esa mañana podía reintegrarme. Mis compañeros, antes de entrar, se llegaron hasta mi casa para interiorizarse sobre mi salud. Cuando me vieron vestido con mi guardapolvo blanco, se alegraron y todos coincidían en que yo iba a ser el abanderado, por lo que me sugerían que llevara los guantes blancos. Entonces me contaron que, esa semana, todos se habían portado muy mal haciendo enojar a la señora de Saladino. Ya formados, la maestra me llamó para comunicarme que sería, una vez más, el elegido para llevar la bandera. En otra oportunidad, para una reunión en Plaza de Mayo, donde asistiría el Presidente Perón y el vicepresidente Quijano, me volvió a designar junto a Cesar Siculer. Con a la señora de Saladino abordamos el tranvía 84 y luego el subterráneo hasta la plaza. Allí, en las escalinatas de la Catedral, representamos a la escuela 18 del Consejo Escolar 13. Así llegamos al fin del año lectivo y los compañeros que, por cuatro años permanecimos juntos, debimos separarnos. La tristeza fue grande. Me separaba de la querida maestra, de los compañeros Cesar Siculer, Alberto Chiesa, Julio Cesar Díaz, Oscar Smazanovich, y de mi gran amigo de todos los años, Leonardo Spera, que vivía en la avenida Juan B. Justo, frente a la plaza Roque Sáenz Peña, con quien habíamos hecho un pacto de amistad.

EL CAMBIO DE ESCUELA

Para cursar quinto y sexto grado, elegí el colegio que estaba ubicado en la calle Magariños Cervantes a cincuenta metros de Donato Álvarez. Eso ocurrió en los años 48 y 49. Caminando por esa avenida, muchas veces me detenía a contemplar un edificio abandonado que tenía unas letras en su frente identificando al «Cine Sevilla», antigua sala que había dejado de funcionar. Uno de los compañeros de esa escuela, fue un sobrino del guardavalla Rodríguez del Racing Club, que después de abandonar la práctica deportiva, fue elegido intendente de Vicente López. Recuerdo que por nombrar constantemente a su tío y un latiguillo que repetía siempre, los compañeros lo bautizaron «Rodríguez cinco años» Estando en quinto grado, los consejos escolares de las distintas escuelas de la capital, organizaban visitas a establecimientos fabriles. Mientras esperábamos nuestro turno, algunos compañeros nos contaban experiencias que conocían de otros chicos. Algunos eran llevados a fábricas de golosinas y al retirarse les entregaban dulces muestras de lo que elaboraban. Cuando llegó el ansiado día, comprobamos que a nosotros nos tocaba concurrir a una fábrica de sillas… En una oportunidad, nos llevaron a conocer la quinta presidencial de Olivos. Desde el colegio marchamos en ómnibus y ese medio día almorzamos allí donde funcionaba, desde 1931, una colonia de vacaciones. En esa época pertenecía a la fundación Eva Perón. Por la tarde jugamos un partido de fútbol y como arquero detuve un penal.

LAS CLASES DE PIANO

Siempre me atrajo la música y soñaba con aprender piano. Cuando tenía cuatro o cinco años le pedía a mi madre que me enviara a estudiar. Le decía que quería ser director de orquesta clásica. Además, cada vez que hablaba de ese tema, le aseguraba que, de estar frente a un teclado, con seguridad iba a poder interpretar algún tema musical. Mi madre, que no me tomaba en serio, me contestaba que alguna vez iba a comprar un piano. En una oportunidad, estando en casa de los abuelos, mis tías Rosa y Elena me llevaron cuando fueron a visitar a una amiga que vivía en la calle 17, entre 68 y 69. Allí, precisamente, funcionaba la Unión Ferroviaria, y Alcira, la chica amiga que tenia una discapacidad, era la hija de los caseros. Cuando llegamos a su casa note que tenía un piano y estaba estudiando. Mientras las amigas conversaban, yo no dejaba de miran el teclado. Alcirita, como la llamaban, lo notó y me instó a tocar. Apoyé la mano derecha y toqué la primera parte del Pericón Nacional. Ante la sorpresa de mis tías, Alcira me dijo – No sabía que estabas aprendiendo… Rosita le repuso que era la primera vez que estaba frente a un piano. Cuando terminé mi sexto grado, comencé a estudiar con doña Sara, la esposa de don Alberto Salvaneschi.

MI PRIMER TRABAJO

Cuando terminé mi escuela primaria, con el disgusto de mi padre por no querer continuar con los estudios, decidí comenzar a trabajar. Me enteré que en la tintorería de la avenida Juan B. Justo, a metros de Artigas, su dueño, el señor Elías Arocha, necesitaba un cadete. Me presenté y tras su aceptación, comencé a trabajar medio día. El sueldo era de 78 pesos moneda nacional y además, podía contar con las propinas. Lógicamente, el sueldo se lo entregaba a mi madre y yo me quedaba con las propinas que, casi en su totalidad, gastaba en revistas de historietas. El reparto, en su gran mayoría, era por las calles del barrio, salvo a algunos clientes que don Elías tenía más lejos y por lo cual, debía movilizarme en tranvía o colectivo. Cuando me enviaba a la calle Biarritz, en el barrio de Paternal, lo hacía en colectivo y sabía que la dueña de casa era muy generosa con las propinas. Nunca me daba menos de un peso. Don Elías, cuando yo traía algún traje para limpiar y planchar, me pedía, desde la plancha Hofman, que se lo mostrara. Él lo memorizaba y, sin colocarle ninguna marca, sabía a quien pertenecía. En el tiempo que estuve con él, jamás se equivocó. A una cuadra del negocio, en la calle Belaustegui 2556, vivía una señora que era muy buena clienta. La primera vez que le llevé un traje recién planchado, me atendió una chica de mi edad. Desde ese momento quedé a la espera de que se repitieran las entregas para volver a verla. En muchas oportunidades la encontraba caminando por el barrio, pero pese a que me reconocía, jamás me dio lugar para entablar una conversación. Muchas noches me llegué hasta su cuadra para pasar por delante de su casa. Una de esas veces supe que se llamaba Miriam y de que tenía una hermana más chica. La niña se dio cuenta de mi interés y cuando pasaban juntas me sonreía. En una de las entregas, después de pagarme, me dio veinte centavos de propina. Esos veinte centavos no los gasté y los guarde mucho tiempo como recuerdo. Una noche, la hermanita me vio en la esquina de su casa y vino a mi encuentro. Me dijo que me traía un mensaje de Miriam. El domingo siguiente me pedía que asistiera a la Misa de diez en la iglesia de la calle Artigas casi Jonte. Los domingos yo asistía, en ese horario, a la Iglesia de Gaona y Gavilán, así que cambié de itinerario. Cuando terminó la Misa, me quedé en una de las esquinas junto a Cachito Solé esperando su paso. En un momento vi que la hermanita se adelantaba un poco y casi sin mirarme, con miedo en la cara, me dijo entre dientes que no me acercara a ellas. Nunca supe lo que sucedió, porque jamás me dio lugar para una conversación. Después de ese domingo comenzó a asistir a la Iglesia de Gaona y Gavilán. Un día la descubrí, pero siempre trataba de esquivarme. Además, parece ser que ella llevaba y retiraba la ropa de la tintorería, por la tarde, porque nunca más debí visitarla.

EL NUEVO ESTADIO DE RACING

Don Elías, el dueño de la tintorería, era simpatizante del Racing Club de Avellaneda y solía asistir a los encuentros de fútbol en compañía de un amigo. Yo, los días sábados por la tarde, después de cumplir con mi trabajo, viajaba a La Plata cuando Gimnasia jugaba de local. En compañía de las tías presenciaba el partido y el lunes regresaba a la Capital. Esos lunes cumplía mi labor de tarde porque don Elías no planchaba. Ese año 1950, a Racing, lo llamaban deportivo Cereijo, porque se decía que ayudado por ese ministro del General Perón, terminó la construcción del nuevo estadio. Don Elías me había prometido que en el partido inauguración, me iba a llevar. Y así sucedió. Fue el 9 de septiembre, día de mi cumpleaños, cuando enfrentó a Vélez Sarsfield. El partido lo ganó Racing, sobre la hora, con un gol del delantero Simes. Gol que se dijo, debió ser anulado por offside. El estadio impresionaba por la construcción, y desde las tribunas opuestas, se notaba el vaivén de cada una de ellas.

UN POEMA

Una mañana, mi madre me comentó que estaba escribiendo un poema. El tema estaba referido a mi paso por la escuela de la calle Gavilán. Yo conocía su anhelo de dedicarse a la literatura. En un concurso de la revista Vosotras había participado con la narración de una época de su vida donde cuenta su frustración al no poder continuar con los estudios después de cumplido el sexto grado. Sin rencores, allí describe la pobreza de sus padres y su voluntad para conseguir un trabajo y así ayudarlos. La citada revista le envió un diploma mencionando su participación. Dicha mención, enmarcada, estaba en una de las paredes del comedor. La anécdota para el poema que me involucraba era la siguiente: Una tarde, estando en primero superior, la señorita Luisa llegó a la escuela muy triste. Tanto que, en rueda de compañeras, la vimos lagrimear. Una vez en el aula, nos reveló el motivo de su tristeza. Se le había muerto un cardenal al que quería mucho. Nos contó que estaba amaestrado y hacía muchos años que lo tenía. Surgieron, entonces, anécdotas del pajarito muerto y otras que los chicos contaban. En un momento, la maestra se puso a llorar y el tema quedó terminado. Un tiempo después, un día me encontraba haciendo los deberes en mi casa y me faltaba completarlos. Mi mamá notó que tardaba mucho y me preguntó el motivo. Le dije que tenía que dar nombres de pájaros. Ella, entonces, me fue sugiriendo algunos hasta que me nombró el cardenal. Yo le contesté que ese nombre no lo iba a poner porque, cuando lo leyera, mi maestra se iba a poner a llorar recordando a su pajarito muerto. Una vez que el poema estuvo terminado, mi madre se lo llevó a la directora. La docente, que recordaba la anécdota, le pidió que en la fiesta de fin de curso, lo leyera. Eso ocurrió en noviembre de 1950. La señorita Luisa ya no trabajaba en el colegio, pero sus ex compañeras coincidieron en que le hubiera gustado mucho escucharlo.

MI CALLE

Muchas veces evoco a mi calle Gavilán al 1400. Me veo sentado en el umbral de los departamentos mirando pasar a los pocos vehículos que por ese entonces circulaban por el adoquinado. Recuerdo aquella vez que se construyeron desagües y las grandes zanjas que allí se cavaron; la noche que se cortó la luz y salí a la vereda con mi linterna para iluminar el camino a los automovilistas que pasaban para que no se llevaran por delante las estructuras levantadas para esas zanjas. Recuerdo los rostros de amigos que al pasar me saludaban, pero que la memoria borro sus nombres. Del que sí me acuerdo es de Roberto Chalean, que vivía en la calle Luis Viale y pasaba siempre cantando un tango. Por aquella época ya soñaba con ser un intérprete de la música de la ciudad.

LA ÚLTIMA FUNCION DE CINE

Fue cuando terminaba el año 1950, precisamente, la noche del 30 de diciembre. Ya habíamos celebrado la Navidad, una fiesta con toda la magia que ella trae. Siempre venía presidida por el olor a jazmín como un anticipo de esas fiestas tradicionales. Las primeras que recuerdo se remontan al año 42, en Ensenada, con esa cena diferente en la mesa grande del comedor que se utilizaba para los grandes acontecimientos. Ya el diario El Día de La Plata nos traía, a los chicos, casi una página con los anuncios del Bazar X donde podíamos contemplar los dibujos de los juguetes que tanto ansiábamos. Sabíamos que era imposible acceder al tren eléctrico que muchas veces admirábamos en sus vidrieras y nos conformábamos con uno a cuerda fabricado por Matarazzo. El fin de año siempre lo pasábamos en la vieja casona de los abuelos en la ciudad de La Plata, con la mesa grande para los mayores y la otra para los chicos y que presidía la tía Elena, que parecía, más que tía, una hermana mayor. Así aguardábamos la llegada del nuevo año tras las campanadas del ferrocarril Provincial, donde mi abuelo fue Capataz de Plataforma, y subrayado por los silbatos de las locomotoras y la sierra del aserradero de los Mercantile, vecino a los abuelos. Ese año 50, mis padres decidieron no viajar a La Plata y recibir el año nuevo en la calle Gavilán. Para el día 30 organizaron una función de cine en el patio de nuestro departamento. Asistieron algunos vecinos y entre ellos Don Alberto Salvaneschi con Sara, su esposa y sus hijas Alba y Alicia, Cachito Solé y Ernesto Santiago. Mi hermano Jorge hacía menos de un mes que se había casado con Nélida. Tras la velada cinematográfica, a la mañana siguiente, papá y mamá salieron juntos para realizar las compras de la fiesta de esa noche para recibir el nuevo año. Los chicos todavía dormíamos cuando don Alberto, el dueño de la librería, se cruzó para avisarnos que teníamos un llamado desde la ciudad de La Plata. Jorge atendió y regresó con la infausta noticia: había fallecido nuestro abuelo. Por la tarde, en un taxi, viajamos a La Plata, y esa noche, la última del año, se repitió el rito de las campanadas de la estación, los silbatos de las locomotoras y la sierra de los Mercantile, pero nosotros no teníamos nada para celebrar.

EPÍLOGO

Muchas coincidencias se fueron sumando a lo largo de mi vida. La primera fue la que aquí narro sobre la cajita de cinta aisladora cuando tenía nueve años. Otras, y muy importantes, las cuento en mi libro «Un Soldado en Junín de los Andes» donde narro mi experiencia como soldado conscripto en ese pueblo. Para estas páginas, quiero mencionar una más. La historia entre dos barrios se cierra diciendo que los colores, tanto del club Villa Mitre como el de Padilla, son el blanco con la franja verde.

F I N

Mario Herbert Lago

Mario Herbert Lago

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