El Bulín de Quito por Ricardo Lopa

camaIntegrante anónimo de ésta, nuestra ciudad de Buenos Aires, te voy a botonear.

Se le ocurrió aparecer, de puro porfiado nomás, allá por el treinta. Al Peludo lo piantaban y el Quito llegaba. Soldati fue la cuna, luego Bajo Flores y el Pasaje Cacique, y le di la cana en Boedo,  al Roque.

Cuando pibe, lo junaba como parte de los grandes, a pesar de su pequeña contextura y grande cabellera rubia.

Ya había rajado don Miguel, su drepa, de la Soldati natal y afincado en el Boedo adoptivo.

Bueno la diferencia no era mucha, pues Boedo formaba parte del trípode constitutivo de la Confederación del Sur, junto con Patricios y Pompeya. Salvo mejor opinión, no queda para nada desubicado que le agreguemos Villa Soldati.

Las mañas eran las mismas. Andar acompasado, tipo Barquita; chinchudo hasta lo insoportable sin ser el Malevo Muñoz, bueno la pequeñez no daba para más que enojarse y tener algún encuentro diario, pero siempre al tefrén el sotipe. Claro a los que manyan con la pelotita tienen su apodo; Beto, Tito, y otros, a vos Quito y también por eso del diminutivo del nombre.

Con el tiempo los mayores fueron creciendo, el quía, jamás. Siempre igual, el más grande en edad entre los grandes, pero la testa el más purrete de los jovatos.

La familia Severino, tal el apellido, se completaba con Toto, hermano menor de Quito. El trío se conchabó en Castro 1432, casa de inquilinato de los cincuenta, con muchas habitaciones y familias, en bajo y altos. La finca tenía la particularidad que al tefren, como quien mira al norte, había un local que supo ser zapatería. Bueno, en ese espacio al que había que llegar franqueando la puerta principal subir un par de escalones doblar a la izquierda y descender los escalones trepados, y entrar por atriqui. Y por fin ahí estaba el Bulín, con cama matrimonial para tres; papá y los dos hijos.

Ahí comienza el batilongo a toda orquesta de nuestro hombrecito. Ejemplar único e irrepetible de nuestro sur porteño. Entrar al Bulín era como recibirse de grande. Escuchar conversaciones de grandes y, a veces, hacer cosas de grandes. Era sacar escuela de vida que te otorgaba carta de ciudadanía de mayor. Claro ésta se compone de muchos aditamentos, uno de ellos, el laburo, bueno, ahí escaseaba por agotamiento originado en el atorro de Quito. Evidentemente el punto no la iba con el yugo.

Gracias que terminó la primaria, después de un raje de la escuelita del Pasaje Cacique en Bajo Flores, por mostrar por debajo de la pequeña puerta lo que no se debe a quien no se debe.

Llegada la veintena la cosa se complica un poco. Al lamentable fasolari que siempre lo acompañó como prioridad al morfi, había que manyarlo no solo de jeta, sino de de vez en cuando, con algún rebusque para el vento temporario. Cuestión de changuear un día y descansar el resto del mes. Tal el caso del choreo al jovato Miguel de las llaves del mionca “El Tábano”. Misión, hacerse unos mangos en domingo de clásico, levantando aficionados en Boedo y rumbear hasta “la quema”, claro cuando los que garparon manyaron que el que te jedi era del Globo, la cosa terminó en la 32.

La ‘colimba’ en marina, no fue solución. Los dos años de correr, limpiar y barrer, no lo devolvieron laburante, sí con ansias de recuperar el tiempo perdido en el apoliyo, vaya si le dio al catre. Cuentan las malas lenguas, que cuando el dolape con la baja volvió de Río Santiago, el catre lo recibió una semana de corrido, con el papagayo como aliado desbordado.

Ejemplar típico porteño del sur, no único y repetible. Padre y hermano meta laburo, bueno, no exagerar. El quía, quehaceres domésticos. Ni limpiar ni barrer como en la colimba, nunca una escoba, ni un trapo de piso. Morfi, la cama no abre el apetito, por lo tanto no era su preocupación, pero se prendía cuando don Miguel se mandaba el tradicional guiso. El jovato, olla mediante, cargada de todos los elementos comestibles que se puede uno imaginar, depositada en la hornalla durante el tiempo que el gas chuseado por la garrafa se extinguiera. Comida para tres durante una semana y la yapa. En verdad el que supo probar el guiso de autoría de don Miguel y popularizado por Quito, nunca podrá olvidar la exquisitez de prima. El Bulín daba para todo, era atorro, ñoba y cocina. Ah, el guiso el plato del Bulín por excelencia.

Claro, era el Bulín de Quito, pues su presencia imperecedera lo etiquetaba, los otros dos componentes, transgredían los principios del titular yendo al yugo.

La cuestión que la barra solía frecuentar asiduamente el Bulín. Primero la ceremonia de encontrar al titular. Sábanas, frasadas (todo en plural) bretos encimados, cubrían la cama. Su cuerpito de alma en pena, se perdía en el laberinto. Después de unos minutos de búsqueda la tarea daba sus frutos y aparecía de apoliyo mal dormido El Quito. Pero la operación no terminaba ahí. El hallazgo era importante, pero lo trágico era despertar al que te jedi que continuaba de atorro como si nada hubiera pasado, claro ya sin sábanas, frasadas y otras yerbas, zarpadas por la muchachada. Al ratito nomás, tipo hora, el quía abría los ojos de laburante mal dormido, y lo primero que hacía rajaba un lógico insulto a quienes había osado despertarlo.

Changas varias y variadas, por supuesto, profesión, ninguna. Tachero en varias y múltiples oportunidades. Y varios y múltiples fueron los juicios que inició contra los trompas de ocasión. Era como un plus ya incorporado a su legajo. También fueron innumerables los accidentes de tránsito que participó, en los cuales quedó enganchado el dueño del taxi de turno. Para colmo de males no iba a declarar en la prueba de confesión, perdiendo indefectiblemente el juicio. Claro, El Quito era insolvente, a lo sumo se le podía embargar la cacerola, fuente irremplazable del morfi familiar. Bueno, en realidad tocarle la cacerola era como quitarle años de vida, pero segurola que al boga del actor ni se le pasó por la mente. De último el que bancaba, el que levantaba el tomuer de Quito, era el dueño del checo.

Bulín completito en funciones varias, pues, además de apoliyo, también obraba de cocina y a través del papagayo o pelela, según el caso, de ñoba. Pero eso no era todo, el fuentón también cumplía su misión de remojar “la patas en la fuente” y la palangana para el lavado de la araca, y, a veces, las partes íntimas. La retina barrial conserva la imagen del Quito, toalla en hombros, cabellos revueltos, tipo “crencha engrasada” a lo malevo, y el peine con unos cuantos dientes ausentes, ensartado haciendo juego.

Hablando de changas y ninguna profesión, lo desmiento rotundamente, El Quito fue almacenero. Así con todas las letras. El apellido tano, Severino, no hacía juego, pero se mandó igual. Claro que siempre hay un atrevido, para el caso, no es el caso de Quito. El arriesgado, por no darle el manyamiento de bolu… fue el que le cedió el fondo de comercio. Para no desentonar la cosa fue en Boedo, para más datos, esquina sudeste de Pavón y Mármol. Ahí, justamente ahí fue donde Quito le hizo el chamuyo al dueño. Éste puso como condición sine qua non, la firma de infinidad de pagarés y una garantía. El Quito empapeló todo Boedo, no le retaceó la firma a los documentos, decía el muy atorrante que lo hacía sentirse importante. Además apareció la garantía de luyo, don Miguel y su Tábano modelo 50 pusieron la araca por el aspirante a almacenero. Aclaro que el acuerdo fue por los umbrales de los setenta, imaginemos lo que quedaba del mionca; el nombre, el motor fundido y cuatro gomas lisas. Es de imaginar que el laburo de almacenero no encajaba en nuestro hombre; y menos callar los entuertos y los proveedores muertos que dejó en el camino. Dicen las malas lenguas, que es cuestión acercarse a informática de la Cámara Comercial y tecleás “N.N. c/Severino, Roque”, saltan cientos de juicios, al lado la aclaración, archivados por incobrables.

Volviendo al Bulín, que juega como una atracción fatal, el Quito fue el inventor de la cama caliente, pues los laburantes padre y el hermano, siempre tenían donde acurrucarse cálidamente, pues la humanidad del sotipe siempre cantaba presente y a toda hora. Es más, a veces, acrecentaba las calorías en los pies, no hay que imaginar algo normal como un termo, la misión la cumplía con una botella cargada de agua hirviendo envuelta en un trapo deshilachado. Qué tal el hombre! Se la rebuscaba, no me diga que no.

Pero en el Bulín de la nostalgia no faltó el escolaso. Minga de guita, escasany,  tan solo por deporte. La biyuya ausente con aviso en la barra, pero presente la emoción del triunfo que originó más de una cabrón. Bueno, generalmente el breca era el Quito, “el troesma” así llamado por el muñequeo de los naipes. Cuatro amigos siempre fuimos. Parejas competitivas al mango sin un mango. El Negro y Tino fieles representantes cuervos, el troesma y el quía de los quemeros. Era como jugar el clásico en el Bulín.

Como es de imaginar El Bulín fue, la casa reformada persiste al igual que el Negro y el escriba domiciliados a unos metros de la misma. Tino se tomó un recreo por Caballito. Cada tanto nos juntamos alrededor de unos fecas en el café, y nos prestamos una cuota de oreja fresca para escuchar las aventura del Quito y el Bulín. Quito se piantó, pero no crea que se lo llevó la huesuda, se rajó de Castro pero no de Boedo, rumbea por Tarija y Loria, quizás buscando a Homero que supo aquerenciarse en la misma cuadra años idos. Pero lo une a Manzi algo más que la vecindad que no llegó a tener, el amor por los chuchos. Entonces busque a Quito por Boedo casi Humberto 1° dándole a una fijita que nunca se da. No me pregunte como consigue la mosca, pues a fe de ser sincero, nunca un mangazo ni otras cosas raras que se pueda imaginar.

Chabón de aparente baja estima, laburante ausente, pero querible el sotipe rubión de trencha engrasada y de andar abarquinado, que nucleó a la barra en su Bulín durante los años mozos, recordado hasta por los adoquines, que persisten de puros caprichosos debajo del asfalto de Castro, donde El Quito supo gambetearlos con la de pulpo.

Ricardo Tito Lopa
contacto: [email protected]
Boedo, julio de 2009

 

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